26 Oct, 2011

11 DE JULIO, SOCCER CITY: LA NOCHE DE LOS ALQUIMISTAS.

Recuerdo que la noche anterior hacía frío. Llegamos al estadio al oscurecer y el viento bajaba el termómetro en la negritud infinita del sur africano. Las luces del Soccer servían el esplendor de su espectacular envoltorio, como un caramelo brillante embutido en papel de colores para atraer a los niños. Al día siguiente, Johannesburgo amaneció soleado, paseamos por las esquinas de Mandela Square, nos contaron que había príncipes por las calles adquiriendo recuerdos y me detuve en un puesto frente al Golden Court de nombre interminable. Compré unas máscaras, cerré las maletas y caminé despacio hacia la furgoneta. Tardé cerca de dos horas en alcanzar con los ojos las estructuras del Soccer. Ante la mirada atenta de Ana y José Luis Leache, personas adorables, de Adela, mi mujer, y con la inestimable impaciencia de Garazi Barriuso, Julio Menayo y Antonio Domingo Muñoz, mis compañeros y amigos entrañables, llegamos a destino. Exactamente, a unos quinientos metros del escenario de la final más soñada.

Hacía tanto frío como el día anterior, veía algunas bufandas de España y cientos de bufandas y gorros de Holanda. Me senté temprano en mi posición de comentarista, en la tribuna de prensa. En todas las finales que he vivido, advierto las mismas sensaciones de inquietud, de privilegio, de nerviosismo pero, esta vez, jugaba La Roja, esta vez se la jugaban los chicos con los que había convivido cuarenta días y cuarenta noches. El viento gélido de la ciudad gris, de la tierra que llena sus entrañas de oro, me envolvía en una distracción y en un solo pensamiento. Sentía que merecían ganar, vivía en la certeza de que iban a conseguirlo porque sabían cómo hacerlo, podían lograrlo y, especialmente, sus mentes bullían y conspiraban con todo el universo para alcanzarlo. Paulo Coelho los llamaría alquimistas.

Johannesburgo es una ciudad oscura, triste, apagada, que no invita a la alegría salvo la que nace de un corazón que superó el apartheid, que te evoca otras situaciones ajenas al fútbol. Ya habíamos ganado en el legendario Ellis Park, el estadio donde Nelson Mandela se vistió de capitán blanco para convencer de la integración y la paz a su raza negra, aquel trozo de hierba donde Sudáfrica ganó la final de la Copa del Mundo de rugby de 1995. Yo tenía ante mí otra final de la Copa del Mundo, la de la FIFA 2010. Y Mandela estaba en ese mismo estadio. En medio de ochenta mil sillas de color naranja, recuerdo constante de que el país había sido fundado por los boers, por los holandeses de la Edad Media, respiré despacio. Llevaba una semana con el corazón sereno.

Después de que Iker le parase el penalty a Cardoso en los cuartos de final, noté un alivio extraordinario. Al día siguiente, cuando le dije a Casillas que, como mínimo, seríamos cuartos, me respondió a micrófono abierto: “Yo no vine aquí para ser cuarto. Nosotros hemos venido a llevarnos la Copa”. Fue aquella convicción del capitán la que me hechizó hasta el último segundo. Creí en la palabra de Iker, como si todo el futuro dependiera de su expresión, y alcancé la plenitud intelectual, la seguridad, de que habíamos ido al Soccer a cumplir el trámite. Habíamos ido a por la Copa. Sólo debían transcurrir un par de horas, nos llevaríamos el trofeo y vuelta a casa. Me apetecía regresar, volver a mi casa de Madrid, con mi familia, descansar en mis largos paseos sobre la playa de San Lorenzo, volver a Covadonga, disfrutar del mar de Gijón y de la memoria…

El anochecer del 11 de julio en la ciudad austral manejó el tiempo a su antojo. Dispuso un manojo de nervios y de tensiones, puso la adrenalina en las botas naranjas de los últimos boers y un montón de chicos de todas partes de España se ocuparon de hacer el resto. El estadio rugía y yo no escuchaba. Los latidos aumentaban de velocidad y yo no los sentía. La gente se alteraba y yo miraba el reloj para saber cuánto faltaba. Quería saber cuánto faltaba para que se cumpliese la palabra de Iker, porque se trataba de su palabra y no de su premonición.

En estas estábamos, en el minuto 115, cuando alguien me dijo que tendríamos suerte en los penaltys. Le contesté que no llegaríamos, que yo ya había visto marcar a Nayim en el Parque de los Príncipes de París en el minuto 120 del partido. “Nos quedan cinco minutos para marcar el gol pero no sé quién lo va a meter”. Y, de repente, vi el Jabulani en los pies de Cesc Fábregas, convertido en un maravilloso diamante sudafricano, esférico, redondo, vivo, lleno de mensajes de millones de seres humanos que cargaban todas sus emociones en aquella pelota, antes discutida, después olvidada, millones de alquimistas coelhianos que tenían el tesoro bajo sus pies, escondido bajo el sicomoro… Andrés Iniesta lo pulió como se pulen los diamantes, como se convierten en brillantes las preciadas piedras, y nos regaló una estrella, la estrella que tanto merecíamos, que tanto habíamos perseguido, que tan justamente habíamos querido, amado, deseado, aquella estrella que, en un zigzag, se abrochaba a nuestras almas españolas, tal y como había dicho Iker. Recuerdo que no me moví, que me pareció natural. Iker había cumplido con su palabra, especialmente después de destruir mentalmente a Robben, y dí por cumplido el trámite.

Más tarde, en el avión, cruzando el continente negro, me desperté y comencé a entender lo que había pasado, lo que había vivido y sentido, los impulsos inconscientemente contenidos. Y, como una sorpresa, me sacudió un huracán de felicidad que no podría describir en los folios de un Quijote, vecino de las tierras manchegas de Iniesta. Cuando me abracé a la Copa del Mundo, a once mil metros del suelo, cuando contemplé a Iker encabezando el tren y la conga, cuando la música y las bebidas inundaban como un guateque del cielo las filas del Airbus 340 de la compañía Iberia, decidí que mis ojos cerrados debían comenzar a disfrutar del momento más dulce de mi existencia. Y tomé el egoísmo necesario para repasar toda mi vida, toda mi carrera, todos mis viajes con el fútbol y los futbolistas, todos mis partidos relatados en directo, todos los goles narrados, las jugadas dibujadas en el aire de la radio, todas esas noches de vuelos callados de regreso a casa, llenos de derrotas y de tristezas de nuestra historia; decidí que debía embriagarme en la soledad de mí mismo para recordar lo que un buen día empezó, aquella noche en la que mi padre murió para dejarme un micrófono y una pluma. Fue cuando pensé que a él le hubiera hecho feliz saber que yo lo estaba viviendo por dentro. Y viendo feliz a mi padre, me quedé dormido en mi asiento, convencido de que él había sido mi primer alquimista…