Se van agolpando a sacudidas sobre mi mente los recuerdos innumerables que guardo de Antonio. Sin duda, la mayor parte de ellos corresponden al tiempo de éxito rotundo, categórico, de periodismo triunfal, de audiencias masivas, de influencias en lo político y en lo económico, en lo social e incluso en lo deportivo. Lo más cercano, lo más reciente, me llega a través de nuestra estancia en la COPE. Sin embargo, hay otro Antonio, el de aquellos años duros y esforzados, plenos de ilusión y de entusiasmo en la desaparecida Antena 3 de Radio. Antonio y yo nos conocimos allí, cuando nuestras carreras profesionales no intentaban sino comenzar a abrirse camino en un mundo complicado, novedoso, con los tintes de lo rebelde, de lo revolucionario, de lo indómito.
Compartíamos el horario de la mañana. Desde el principio, una de las grandes ideas de Manolo Martín Ferrand fue la de adecuar los horarios de la radio a la realidad del reloj de los españoles. Si los ciudadanos entraban a trabajar a las ocho, los informativos no podían empezar a esa misma hora. Martín Ferrand innovó- ¡y de qué manera!- abriendo el fuego a las siete de la mañana, y al mismo tiempo obligó al resto de cadenas a hacer lo propio. Recuerdo que me tocó aquel horario al inaugurarse la radio y que tuve una experiencia maravillosa aportando mi granito de arena a aquel “Primero de la Mañana”, con Miguel Ángel Nieto y con Miguel García Juez. Antonio dirigía la parte local entre las ocho y media y las nueve de la mañana, solo para Madrid. Recuerdo, o creo recordar, que se llamaba “Antena de Madrid”. Conectaba con media ciudad, informaba del tráfico, se sacó de no sé dónde (creo que era de Radio Teléfono Taxi, sí, seguro) un helicóptero que sobrevolaba los puntos más conflictivos de la ciudad, lo patrullaba otro Antonio, que luego se hizo taxista, claro, y me dejaba cinco minutos para el deporte de Madrid. Dado su incuestionable sentido del madridismo, de los cinco minutos cuatro eran para los merengues, obligatoriamente.
Me acuerdo mucho de aquellas cosas porque fue él quien escogió la sintonía para esa pequeña intervención de cada amanecer. Eligió una samba de carnaval brasileño que resultaba espectacular, desde luego sumamente agresiva para “aquellas horas”. Fueron meses muy agradables, un tanto cómplices por su manera de ser y por la mía y se apreciaba con una claridad completa que Antonio no se iba a conformar con presentar el tráfico, el helicóptero y los deportes o con hacer referencia a cuestiones municipales. Era crítico por naturaleza, con lo que ello implica, es decir, una exigencia de alto nivel para los suyos y para los de fuera. Antonio ofrecía una imagen propia de un periodista de su edad, unos años mayor que yo- pocos- y con un aspecto jovial, un tanto americanizado, guerrero. Antonio siempre me pareció un guerrero, un desafío al poder de manera constante, al poder político y al poder interior de la propia casa puesto que sus planteamientos se traducían siempre en exigencias.
En aquellos días, llegamos a gozar de una relación muy intensa. A mí me gustaba lo que hacía y a él le gustaba lo que hacía yo. Nos entendíamos muy bien a pesar de que su afán de mando siempre destacaba por encima del de cualquier otro. Fueron pasando los años y Antonio pasó a dirigir “El Primero de la Mañana”, que no sé por qué siempre lo he escrito así, con mayúsculas. Yo creo que fue ahí, desde el arranque, cuando empezó a patentarse la personalidad periodística y humana de Herrero. Martín Ferrand ya le había dado otra vuelta de tuerca al reloj y el programa comenzaba a las seis de la mañana. A mí me habían asignado el horario “porque era el soltero” del equipo, aunque estés soltero, casado o viudo, levantarte a las cinco y media de la mañana no dejaba de ser una faena en toda regla. Cuando Antonio me dijo que quería que diéramos un bloque de deportes a las seis y cinco de la mañana, tuvimos una pequeña controversia. Yo le dije que ni en broma y él me amenazó socarronamente con buscar a otro. Nunca lo hizo, gracias a Dios.
En aquella época, Antena 3 marchaba viento en popa y a toda vela. Yo viajaba bastante a causa de los partidos de todas las competiciones que me tocaba hacer y los días que estaba de viaje entraba por teléfono. Esos días ya sabía que a las seis y cinco también me tocaba “porque no me podía importar entrar desde mi hotel”. No tenía “ese” derecho. Hablábamos muchísimo de fútbol. A todas horas. Cualquier hora era buena para hablar del Madrid. Solíamos bajar a desayunar a las nueve y media al Vip’s de López de Hoyos. Con toda certeza, aquella mesa me supuso uno de los mejores aprendizajes de mi vida. Alfonso Ussía, Santiago Amón, Antonio Herrero y yo, con la presencia en buenas mañanas de Consuelo Berlanga. Cristina Pécker bajaba también siempre que podía. Los desayunos del Vip’s fueron una maravilla. Lamento no haber gozado de la memoria suficiente para almacenar todos aquellos diálogos, todas aquellas conversaciones, especialmente los debates entre Alfonso y Santiago, que fueron siempre memorables. Historia, filosofía, literatura, pensamiento y asuntos cotidianos se mezclaban con las tazas de café y los sándwichs mixtos. Cuando Santiago Amón se estrelló en un helicóptero camino de Palencia, en las alturas nubladas del Pico de la Miel, perdimos muchas más cosas que un compañero, un amigo y un profesor, que todo ello constituía Amón para nosotros. Perdimos una hermosa referencia vital, una fuente inagotable de sabiduría y un estímulo constante para mejorar cada mañana. Aún hoy lo seguimos recordando con firmeza. Y así será para siempre.
Coincidía en el tiempo aquella ascensión fulgurante de Antonio en el panorama de la radio con las épicas remontadas del Real Madrid en las competiciones europeas, con el nacimiento de la “Quinta del Buitre”, con la irrupción de un futbolista genial en el fútbol patrio. Y a Antonio le encantaba todo aquello. Solo encerraba un peligro y consistía en el cupo de entradas que se exigían para cada una de aquellas noches heroicas. Porque la verdad, tengo que decirlo, es que nunca te decía si podías conseguirlas. Antonio decía aquello ya tan familiar que retumbaba. “Gaspy,, somos doce”. Y, claro, conseguir doce tribunas de preferencia para aquellas Copas de la UEFA no era una empresa sencilla. Menos mal que Manolo Fernández Trigo, el eterno gerente de los blancos, nos asistía con afecto y me ayudaba a resolver aquellas “peticiones tan desmedidas”. Habían formado un grupo divertido para acudir al fútbol. Antonio iba siempre acompañado por Cristina Pécker. La verdad es que desde que la conocí, allí en Antena 3, sentí un cariño especial por ella. Cristina siempre fue una compañera maravillosa, extraordinaria, para quienes compartíamos con ella la redacción y el trabajo de cada día.
Lo escribo así y ahora porque lo siento, porque es de justicia y porque ya desde aquellos años ella sabe que es así. La asistencia al fútbol no era obligatoria pero casi. Antonio, Cristina, Luis Herrero, Manuel Idiarte, la presencia constante de José Luis Orosa, gallego ejemplar de lanza en ristre y madridista de los de verdad, algunas apariciones de Javier Gimeno, también de Juan Antonio Nieto, el hombre del milagro técnico de aquella casa… en fin, una cuadrilla muy respetable y también temible. Lo que nunca llegué a saber era quién preparaba los bocadillos, los cotizadísimos bocadillos. Supongo que sería Cristina, no sé, pero resultaba evidente que la fama de aquellos tentempiés traspasaban las fronteras del estadio Santiago Bernabéu.
Algunas veces, nos reuníamos en mi casa para cenar, en la de José Luis Orosa, otras en la de Luis Herrero. Cuando venían, a Antonio le gustaba que yo cocinara. Bueno, un amigo, José Luis Morán, que sigue al pie del cañón con una cocina de lujo en el “Triher’s” de Claudio Coello, me preparaba unos corderos extraordinarios que yo ofrecía con la diligencia de un buen anfitrión. Antonio era tan generoso conmigo que fingía creer que yo podía haber preparado una cena “así”. Todos sabían que no, que era la madre de los Morán, doña Joaquina Blanco, la que me dejaba en tan buen lugar. Claro que después de cenar resultaba casi obligado sacar el vídeo de los partidos más recientes. Del Madrid, claro, con el Inter, con el Borussia, con el Anderlecht…
Antonio había llegado desde Europa Press, donde ejercía como jefe de reporteros, si no me equivoco. Era un hombre de casta, un periodista de raza y un amigo en el que podías confiar. Su palabra sólo tenía un sentido, su afecto era inigualable en lo profesional donde sabía apreciar el esfuerzo, la solidaridad del trabajo en grupo, el espectáculo de la generosidad entre unos cuantos que madrugábamos más que los demás para los demás supieran todo lo que precisaban. Luego, ascendió en fama, en popularidad, en credibilidad, en presencia y en cargos periodísticos. Su figura se fue desdoblando, creciendo.
Siempre sentí la misma devoción por su estilo de trabajar, de comprender la radio, de vivirla. No siempre se comprendían sus niveles de exigencia, de tensión, de perfeccionismo. No siempre somos todos capaces de transmitirnos como deseamos. Me quedo de él, me he quedado, con esa hiperactividad febril, con su capacidad de organización, con sus dotes de mando, que venían a encerrar una personalidad muy definida. Disfrutaba hablando de la naturaleza, del campo, de la caza, del equilibrio biológico. Del mismo modo que encontraba el paraíso jugando al fútbol-sala. El mar, la navegación, la pesca submarina, me pillaron más lejos en el tiempo. Creo que fue una afición realizada con posterioridad.
Me he quedado, decía, con muchos recuerdos, con muchas horas compartidas, más cercanas a su tiempo de siembra de al de la recogida, donde aparecieron amigos de siempre que resultaron ser otros y que yo apenas conocía. En fin, supongo que Antonio también tendría algunos defectos, ejemplos de imperfección, pero ya no me acuerdo, no me interesan. Fui participe de un privilegio, el de compartir una parte de su juventud mano a mano, sus principios, sus cimientos, que configuraron un periodista extraordinario. Compartí el nacimiento de una estrella de la radio. Algunas veces, cuando hablaba como si él la hubiese inventado, yo lo llamaba Marconi… Por supuesto, aquello le cabreaba muchísimo y entonces sonreía.
Siempre lo recuerdo con una sonrisa peculiar. La del cariño. Una de sus mejores sonrisas llegó cuando le concedieron el Premio Ondas a “El Primero de la Mañana”. Antonio me comentó que le hacía ilusión que lo acompañara a Barcelona a recoger la distinción. Me llenó de felicidad que me invitara a compartir su galardón más preciado en aquella tarde gris de Barcelona, en el Salón de Ciento del Ayuntamiento. Cuando alguien le dijo que yo no podía acudir más que “en representación de mi sección” y obligaron a redactar un comunicado de prensa al efecto, Antonio puso sus “herreros” encima de la mesa y dijo que no, que Rosety iba con él porque el premio también era suyo. Entendía que si compartíamos los madrugones, también compartíamos las sonrisas. El premio no era para el equipo. Era para él, aunque se lo concedieron al programa, quizá para no personalizarlo precisamente en su director, en su alma máter. Pero estaba claro que ese Ondas era de Antonio y de nadie más. Por eso, sólo él podía hacer el gesto de compartirlo con todos. Incluso conmigo que a los efectos era, efectivamente, “de otra sección” aunque contaba con el cariño de aquel que también me consideraba de la suya.
Aquella tarde del Dos de Mayo, estaba yo en la cabina de Riazor. Me pusieron un papel en el cristal lateral para decirme que había muerto. Y aquella tarde la radio se murió en su recuerdo para resucitar en su homenaje. Unos días más tarde, el veinte de Mayo, “su” querido Real Madrid volvía a ganar la Copa de Europa, en Amsterdam. Confieso que cuando los jugadores del Madrid daban la vuelta de honor al Arena, me acordé mucho y de muchas cosas y en medio de aquel griterío ensordecedor aparecieron imágenes de Matías Prats y sus goles en blanco en negro, de mi padre (el auténtico Gaspar Rosety) y de mi hermano Manolo con aquella fotografía de las cinco Copas de Europa y la primera Copa Intercontinental, con Herrerita, Del Sol Di Stéfano, Puskas y Gento. Aquella misma noche holandesa, junto al calor de mis compañeros de Radio Voz, con los gritos de ánimo de Santiago Rey Fernández Latorre y de Ramón Calderón, unidos al estruendo
planetario del gol de Pedja, “con las piernas de Luca y el corazón de Andrea”, el cielo me permitió ver paseando juntos a Antonio Herrero y a Frank Sinatra, con la sombra de Carlos Goñi, de rigurosa gorra negra en pleno concierto de rock. Hay lutos que sellan los caminos de la historia.
Sé que sus hijos, los hijos de Antonio, podrán soñar con su padre en un ejercicio de juego limpio, y que por los siglos de los siglos, su final será siempre una de esas interrogantes que quedan en el aire, como la radio misma, como la amistad misma, como la vida misma… El periodismo mismo. Porque hay cosas que nunca terminan de entenderse… ¿verdad, Marconi?