Estoy seguro de que nos provocó lágrimas a muchos de los que la seguíamos en aquellos años, con carita de quinceañera rebelde, pelo ensortijado, sonrisa triunfadora y carácter de campeona. Aquella muñequera abanderada ponía la alegría a un país agitado, agrietado y amargado por el terror etarra, las reconversiones industriales y las huelgas generales.
Cuando nos contaron que pagaba sus impuestos en Andorra, algo de aquella imagen impecable se mermó. Arancha era nuestra niña; no podía tener defectos, la llevábamos dentro y sus triunfos eran nuestras victorias. Las verdades que vierte en su relato autobiográfico nos trasladan a la vida quebrada de quien renunció a todo por representar al tenis nacional y ser la reina del circuito.
Nunca supimos, hasta ahora, que también había sido obligada a sacrificar su propia existencia interior, hasta sus gustos y sentimientos, como esos niños prodigio que terminan en la ruina humana porque piensan que sólo existe lo que les enseñan, creen a ciegas en sus familiares y representantes y, un buen día, amanecen con más pasado que futuro y sin las ganancias de su carrera. Esquilmados. Arancha tocó el cielo con las manos y quiso repartirlo con nosotros. Hoy, nos cuenta que fueron sus padres quienes le robaron la escalera.
En la vida no debe existir el pasado infeliz; se necesita olvidar los malos momentos y mirar al horizonte. Si se ha desahogado y queda en paz consigo misma, me alegro. Ahora, le toca caminar hacia adelante para que la basura del pasado no ensucie un futuro que merece la felicidad, su verdadero oro.