11 Feb, 2012

Asterix y Obelix

Francia es un país que me gusta por su historia, por sus tierras, por sus paisajes, por sus ciudades, por París que sublima el amor; por sus vinos, por su champagne exquisito; por su organización de grandes competiciones, por sus deportistas, por su Gimnasia, fundada por el español Amorós, que reposa en el cementerio de Montparnasse con  Baudelaire, Sartre o Simone de Beauvoir. Y por más cosas.

París regala recuerdos. Disfruto la bellísima fealdad de la Torre Eiffel, adoro pasear por la Place du Tertre, cenar en Montmartre, navegar bajo los puentes del Sena y orar en Nôtre Dame. He sido feliz en el Parque de los Príncipes, crucé el Bois de Boulogne y extasié en Versalles mientras caminaba con el recordado Antonio Asensio. La Marsellesa lleva música celestial y hasta en rugby les profeso respeto. Puedo levitar en el Louvre o en Los Inválidos y hasta pensar con Rodin o retozar la vida en rosa con Edith Piaff.

Algunos franceses, sin embargo, no perdonan que nuestros deportistas sean campeones. Son pocos esos galos que todavía habitan cerebralmente en los tiempos de Asterix y Obelix,  aunque dispongan de televisión en 2012. Esos franceses no llaman mi atención; presumen de artistas napoleónicos pero sufren sus mentes incultivadas. No relamo las heridas que pretenda causarme la Galia cutre y medieval. Prefiero disfrutar de la Francia histórica que me  enamora y que reconoce los éxitos de nuestros héroes, mientras me deslizo calle abajo por Faubourg-Saint-Honoré o silbo distraído por los Campos Elíseos hacia nuestro querido Arco del Triunfo; el Arco de Bahamontes, Perico, Induráin y Contador. El Arco del Triunfo… español.