Regresó a Madrid para presenciar la final de la Copa del Rey y los aficionados lo vitorearon por las calles de la ciudad. Pocos extranjeros fueron capaces de entender el Real Madrid como este holandés errante, que tuvo en sus manos un equipo fabricado con mimbres de la casa, de la vieja ciudad deportiva de La Castellana, donde hoy reinan rascacielos en lugar de chavales y balones.
Leo Beenhakker dirigió a futbolistas como Butragueño, Juanito, Camacho, Santillana, Sanchís, Martín Vázquez, Buyo, Hugo Sánchez, Gordillo, Hierro, Pardeza o Schuster, entre otros artistas, y su fútbol tenía enamorado a toda España y a media Europa. Dice el “Tulipán de Oro” que aquel Madrid tenía un padre, que se llamaba Ramón Mendoza, y se deshace en elogios hacia el que fue su presidente. Pocos hombres ajustan la memoria para hacer justicia a la historia. Hace sólo veinticinco años que Leo entrenó a un equipo triunfador. Ganó tres ligas seguidas, una Copa del Rey, una Supercopa y jugó tres semifinales de la Copa de Europa, cuando había que ser primero campeón de la liga para disputarla.
Cuenta Beenhakker que aquel equipo era grande porque lo respaldaba un gran club y que, según Mendoza, había que ganar un título cada año para no fracasar. A juicio de Leo, quienes trabajaban en la entidad se distinguían por un sentimiento especial, madridistas de toda la vida y para toda la vida. Hoy se lamenta porque el fútbol en todo el mundo ha tomado otros derroteros en los que los protagonistas parecen estar siempre de paso, sin tiempo para lograr arraigo. A Leo le duele el reinado de lo empresarial sobre los valores del escudo.
Se muestra orgulloso de haber estado rodeado de personas como Del Bosque, Pirri o Grosso y de haber destinado el ochenta por ciento de sus alineaciones a jugadores de la cantera, futbolistas que lucían sus sentimientos sobre una camiseta impoluta. Fabricante de jóvenes estrellas, Leo pasea por la Plaza Mayor y disfruta de sus mejores recuerdos. Su sabiduría sigue vigente y yo la disfruto.