Huele a hierba mojada en la humedad de la victoria. Quedan ecos en el aroma de las voces que llegan desde todos los rincones. Era el mundial de Mandela, de Madiba como aquí se le llama a quien todos veneran. Era el Mundial de España, del mejor fútbol, del mejor concepto, del mejor trabajo. Siento los ojos excitados, los músculos tensos, la mente avivada, el cuerpo cansado… Somos campeones del mundo. Quiero gritar entre tanto grito, llorar entre tanto llanto, cantar entre tantos cantos, saltar entre tantos saltos… Sudáfrica, línea de meta, cumbre de nuestro Himalaya del balón, lugar de encuentros y de triunfos. Invictus.
Nelson Mandela visitó el Soccer City de Johannerburgo para darse un baño de multitudes. Su alma permenecerá siempre ligada al deporte. En este país dañado por la política y recuperado por la sociedad a costa de su propia sangre y de sus propias lágrimas, España se ha coronado campeona del mundo con todos los merecimientos y honores, sin un ápice que reprocharle y con el aplauso global del planeta. Hasta eclipsó al sol, que estuve escondido durante unos minutos, aquellos en los que la Roja marcaba el gol de la victoria. Iniesta se enfundó la camiseta de su amor por Jarque, el amigo del alma perdido sin previo aviso, como Antonio Puerta, y le quiso dedicar el gol de su vida. Cesc se la pasó al corazón del área, Andrés controló, la echó a la hierba y disparó cruzado. Miles de flashes electrocutaron el aire de la noche oscura después de ciento dieciséis minutos de lucha contra un rival desagradable.
Rugió el Soccer, estalló España de júbilo, clamaron los seguidores del mejor equipo del mundo que, manana, serán recibidos como héroes en la capital del Imperio, donde ahora tampoco se pondrá el sol. Fue merecido desde el primer día, pese al éxito de Suiza, hasta el último, pese a la suciedad de Holanda, empeñada en no jugar para que Espana tampoco jugase. Las tretas duran un poco pero terminan por derrumbarse. El castillo de naipes naranjas se cayó al soplo del mejor fútbol, de la elasticidad de conocimientos y al derrame de recursos sobre el alma de la Selección, que mide 105 x 70.
Aquí, hasta aquí, hasta Sudáfrica, vinimos para ganar y hemos triunfado. Cruzamos el continente negro, que ha organizado un Mundial extraordinario, doblamos el Cabo de las Tormentas y nos subimos a la grupa de la Buena Esperanza, donde dicen que por las noches aparacen los barcos fantasmas que nunca doblaron las esquirla del faro que no alumbra. Supimos acariciar las arenas blancas y finas de las playas de Durban y conquistamos Joburg como quien se mete el planeta en el bolsillo o se bebe el mundo de un sólo trago.
Iker levantó la Copa de Oro, la misma que Fabio Cannavaro sacó del estuche francés de lujo que la envolvía, para depositarla lo más cerca del viejo amigo de batallas, con el que ganaba las ligas en España. Iker asombra por sus records y ha dejado mudo al fútbol mundial con el mejor trofeo que puede levantarse, la Copa de Campeón del Mundo.
El corazón late a ritmo sinusal, el ying y el yang, la paz interior, el shock emocional que detiene los relojes del tiempo y deja mi pluma informática perdida en el falso espacio. Camino sobre las teclas sin saber a dónde voy, disfruto del momento que tantas personas nos han servido en bandeja, lleno mis ojos de la noche africana, del recuerdo naranja de las butacas del Soccer City, del recuerdo de los boers que quisieron imponer su lengua a los africanos sin saber que vendría La Roja a enseñarle con amor el lenguaje más bello de fútbol mundial, muchos siglos más tarde. Y fue aquí, al lado de Soweto, donde en 1976 murieron centenares de niños, con Héctor Pieterson a la cabeza, defendiendo su derecho a ser educados en la lengua de su tierra. El cielo podía esperar y esperó hasta hoy. El cielo ha tenido paciencia, la misma que los españoles que esta noche terminarán con la oscuridad cuando regresen a sus casas, la misma que quienes hemos contados tantos vuelos tristes de regreso a nuestras ciudades con las manos vacías y las luces apagadas.
Hay un silencio en el ruido explosivo de los fuegos artificiales, una sensación de equilibrio, la vida es equilibrio, decía Miyagi. Un silencio sonoro, una vida después de muchas vidas. La Roja ha hecho historia. Ya no podrá más que repetirla. Escribo pleno de felicidad por todos aquellos que supieron sufrir con discreción los enbates de la injusticia, aquellos que fueron perseguidos injustamente mientras sembraban estos tomos de la enciclopedia, de aquellos que supieron callar para trabajar mejor y hacer mejor las cosas en beneficio de toda España.
Siento un felicidad intensa, inmensa, desmedida, desproporcionada, quizá, justa, merecida, ganada a pulso en las decisiones amargas, en los momentos de la incomprensión, el insulto y el navajazo traidor, siento la felicidad superlativa de un título que han ganado unos pocos para que nos pertenezca a muchos, a todos. Cuando Iker levantó la Copa del Mundo, lo hizo por todos nosotros y los brazos de un pueblo alzaron al cielo ese trofeo preciado, único, dorado y precioso. Oro en la tierra del oro, un diamante en la tierra de los diamantes. Quiero volver a casa, después de 40 días y 40 noches rodeado de estos campeones del planeta, quiero regresar para abrazar a los míos, para decirles que comparto con ellos mis sensaciones, mis sentimientos y mis esfuerzos, mis alegrías desbordantes y la necesidad de sentirlos a ellos. Quiero volver a España para llenar los pulmones del aire de La Roja, del aire de una nación bella, hermosa, sufrida, apasionada y suprema. Necesito aterrizar en mis dominios. En los del fútbol, desde que vimos a Mandela, tampoco se pondrá el sol.
Felicidades a todos. Y gracias a todos los que han creído y lo han hecho posible.