Cuando éramos niños y nos dedicábamos a dar patadas a un balón o a una pelota de trapo, todos queríamos ser futbolistas. No soñábamos con ser entrenadores, ni presidentes del club de la ciudad, ni sindicalistas del fútbol ni, por supuesto, simples aficionados. Naturalmente, tampoco teníamos vocación de árbitro. Para empezar, no nos sabíamos las reglas, aunque pensábamos que sí. Y despreciábamos con verdadero desdén la figura de aquel que debía poner orden en la disputa de un partido. Por lo general, disfrutábamos los partidos sin árbitros. No queríamos árbitros ni en el colegio, ni en la playa ni en los campos de arena o en las praderas que nos servían de campos de fútbol. Como mucho, dejábamos arbitrar al que venía sin pelota o era muy malo y no valía ni para portero. Todos queríamos llevar el 9 a la espalda. Sin embargo, es verdad que medíamos las distancias de las barreras con pasos de niño y colocábamos dos jerseys a modo de postes contando unos cuantos “pasos” o sumando una bota detrás de otra hasta dar con los metros que convenían. No hacíamos trampas porque nadie nos miraba pero, en mi portería, la distancia entre los dos jerseys o las dos carteras de colegial siempre era más pequeña que la del equipo de enfrente. Eso sí, sí alguien te tocaba o te empujaba, gritabas ¡falta!, o si el balón salía de la raya- o, simplemente, la pisaba- chillabas ¡fuera! como un poseso. Si caías cerca de la portería de los jerseys o de las carteras, vociferabas ¡penalty!… Y si te tiraban al suelo cerca de la portería, te ponías como una fiera chillando “roja, roja, es roja”, como si no supieras que la historia iba a regalarnos a Mejuto y a Rafa Guerrero, vamos que no estabas inventando nada que no fuera a pasar después.
En consecuencia, parece claro que, aunque ninguno de los que jugábamos queríamos ser árbitros, todos, llevábamos un árbitro dentro. Dábamos más voces para protestar que para comunicarnos con los compañeros. Arbitrar, es decir, emitir juicios, resulta inherente al ser humano. Los espectadores que asisten a un partido de fútbol, bien sea en su casa o a través de la televisión, y ya no les cuento si es en un bar, gritan, chillan, protestan, vociferan y se acuerdan de las madres y padres de medio mundo porque, al segundo deciden sobre la marcha lo que les parece que es fuera de juego y lo que no lo es (que si es de un delantero tuyo nunca lo es y si es del contrario y no se pita “es de cuatro metros”). Todos los penaltys se producen a favor nuestro y los rivales caen en el área nuestra “porque se tiran a la piscina y tienen una cara que se la pisan”. Y no sucede sólo con los forofos, que se entiende aunque no resulte fácilmente justificable.
Los comentaristas ya no relatan una jugada y, a continuación, opinan sobre si debe ser sancionada o no. Se limitan a asegurar, sobre la marcha. “Juega Fulanito, pisa el área, se mete hacia la portería y….¡penalty!”. No importa que lo sea o no, que lo pite el árbitro o no. Lo que cuenta, lo que en verdad importa, es que el periodista ya ha arbitrado la jugada al mismo tiempo que el árbitro. ¿Por qué ocultar, entonces, que todos arbitramos aunque nadie quiere ser árbitro? ¿Por qué no reconocer que todos llevamos un árbitro en alguna esquina de nuestro cerebro?
Ocurre del mismo modo en otros órdenes de la vida. Juzgamos sin ser jueces, opinamos sin ser especialistas, criticamos en virtud de nuestros gustos y, en eso, reside una gran parte de nuestra libertad de expresión, es verdad, pero también de nuestros errores. Todos seríamos excelentes ministros de economía (“mejor que éste, cualquiera”), todos seríamos seleccionadores (“yo llevaría a Menganito pero como no es del Madrid…”), y todos seríamos magistrados del Tribunal Supremo, de la sala de lo penal, claro (“a este le metía yo treinta años a joderse en Alcalá Meco…”, y suerte si no le metes la perpetua, claro.)
Todos llevamos un árbitro dentro y, si nos dejaran, en cada partido sacaríamos veinte tarjetas amarillas, diez o doce rojas, pitaríamos siete penaltys y señalaríamos nueve fueras de juego más de los que hay…
Lo malo es que entonces no habría fútbol, no habría justicia ni ley ni norma. Los árbitros españoles de hoy son de excelente calidad, gozan de una extraordinaria preparación física, técnica y psicológica. Han superado con creces a sus viejos antecesores, sobre todo a alguno de esos que pretenden dar clases en los medios de comunicación y que se han olvidado de lo que fueron (algunos muy pelotas, como era propio de la época). Los de ahora, como muchos de los antes, dejan bien alto el pabellón. Contamos con un ramillete de excelentes profesionales. Por cada error de un árbitro, hay bastantes más de los futbolistas y algunos más de los entrenadores y, por supuesto, miles de ellos más entre los que arbitran desde la localidad, desde el sofá o desde el bar con unos cuantos cubatas en el cuerpo.
Por eso, y como todos somos un poco árbitros, antes de adjudicarles a sus señoras madres el oficio más viejo del mundo o de acusarles de manipular la competición a sabiendas de que hacen trampas, reflexionemos. Porque, a lo mejor, corremos el riesgo de estar insultándonos a nosotros mismos. Especialmente, quienes así se comportan, es decir, los que delinquen, los que opinan en estado de embriaguez o los que tienen dificultades para encontrar en el cajón de la mesita de noche una pequeña obra literaria, maravillosa, por cierto, que se llama “Libro de Familia”.