Desde que éramos ninos, guajes en el léxico de los astures, supimos que las proximidades del Cabo de Buena Esperanza, el llamado por aquel entonces Cabo de las Tormentas, era una tierra reservada a los héroes. Dicen las historias del siglo XVI, que los piratas se ganaban el derecho al primer pendiente, un aro en la oreja, al pasar el Cabo y adentrarse en el Índico. Supimos que esas aguas, en las que se mezclan la corriente fría del Atlántico, la gélida de la Antártida y la cálida de Mozambique, estaban guardadas para los personajes de leyenda y que una vez un capitán que se negó a reconocer a Dios jamás lo cruzó. Cuentan las leyendas que a veces se aparece por las noches en las tinieblas, frente al faro estéril de la Punta del Cabo, a los navíos que sí creen en los cielos.
España era consciente del envite, se enfrentaba a una selección vecina y poderosa, cristianada por Ronaldo, su principal figura. Y los de la Roja lo convirtieron en estrella fugaz. No se supo nada de él hasta que recreó una rabona carente de riesgos en la línea de tres cuartos de campo a los ochenta minutos de batalla. En el día de San Pedro y de San Pablo, Del Bosque optó por repetir la alineación, hizo caso omiso a los cañonazos que le lanzaban desde fuera a la línea de flotación de su embarcación y sacó el libro cuando hizo falta. Timón firme, rumbo claro, decisiones certeras, navegación completa.
En el primer tiempo, la posesión de balón fue del sesenta y dos por ciento, es decir, casi media hora, dos minutos de cada tres el balón se entretenía entre las botas de los españoles. Sin embargo, y a pesar de las tres oportunidades claras de los comienzos con Villa y Torres, el gol necesario para la clasificación no terminaba de llegar. Y Vicente tiró de pizarra, relevó a Torres y situó a Llorente en el punto de penalty. Fernando por Fernando y variación en el juego. La Roja encontraba una referencia que mantenía clavados a los centrales lusitanos. Y por ahí llegó el regalo envenenado del Guaje. Villa se desmarcó cuando Iniesta lanzó una pelota suave, de peluche, Xavi la rozó con el tacón para no estropearla y darle aire, Villa disparó, rechazó el portero y volvió para remachar contra el interior del larguero. Llorente había mantenido fijos a los dos centrales y el tres contra dos de Iniesta, Xavi y Villa resultó mortífero. Portugal deambuló , quizá ajeno a las hazanas de Bartolomé Díaz, su compatriota, que fue el primer hombre conocido en cruzar Buena Esperanza. Portugal se perdió en las tinieblas como el barco fantasma que no tenía fe y España aprovechó su superioridad para conquistar un territorio reservado a los hombres de valor, los cuartos de final de la Copa del Mundo, en las orillas tenebrosas del Atlántico.
La Roja ha superado ya su clasificación del Mundial de Alemania, donde una Francia dirigida por Zidane aprovechó nuestros vacíos. En la noche africana, España amarró el partido y el resultado con merecimientos técnicos y tácticos. Sin ser piratas, salvo del gol, los españoles ya pueden colgarse su primer aro. El segundo se lo concedían a los navegantes de bandera negra y calavera con tibias cruzadas cuando cruzaban el Cabo de Hornos, la punta sureña del continente americano.
Del Bosque supo resolver las dudas de la Selección y el equipo nacional se metió en los cuartos donde espera Paraguay. Allí no habrá parches en el ojo ni tormentas de viento y agua ni barcos inexistentes que se aparezcan entre las nieblas del Cabo. Allí, en Johannesburgo, la ciudad gris, la llamada ciudad del oro, buscaremos la clasificación para las semifinales con el máximo respeto para los rivales, como lo hemos tenido hasta ahora para Suiza, Honduras, Chile y Portugal. Respeto máximo para Paraguay, país hermano de América del Sur, de la América hispana, de la América nuestra. Una Selección humilde, nutrida de companerismo y amistad, de respetos y de afectos entre sus integrantes, capaz de soñar sólo con la realidad inmediata del próximo partido. Esta noche está llena de felicidad. La luz de África, una de sus grandes bellezas, alumbra a un equipo y a todo un país que vive con él, vibra con él y se identifica con él. Por eso, en la madrugada cercana, una nave de todo un pueblo surca los mares de la victoria, con todos sus faros encendidos y haciendo sonar sus sirenas como vuvuzelas eternas de gratitud.