Los espléndidos futbolistas que ahora levantan copas mundiales y continentales no pasaban de los quince años al final del siglo pasado y se formaban en colegios, pequeños clubes, asociaciones o filiales de las grandes canteras. Iban a entrenar con sus padres, profesores y monitores, o caminaban solos un largo trecho para desafiar el invierno. Hoy, se llaman Iker, Xavi, Iniesta, Ramos, Mata, Cazorla… y encarnan nuestro orgullo.
El fútbol halla sus raíces en la humildad de lo cotidiano, en la naturalidad de un sueño por cumplir. Y es ahí, en esas calles de la sencillez, donde habitan los directivos del modelo, personas que madrugan en lo suyo para dedicarle tiempo al fútbol formativo, capaces de organizar en torno a las eficacísimas federaciones territoriales más de veinticinco mil partidos cada semana, más un millón cada temporada.
Necesitamos reconocer a los directivos, modestos y modélicos, que sostienen nuestro fútbol. Los chicos de doce años serán las estrellas del Mundial 2022 o del 2026. Reflexionemos. ¿Quién cuidaría hoy de ellos sino estos ejemplares y anónimos profesionales de la generosidad, la planificación, el esfuerzo y el amor por el balompié?
Sus fotos apenas salen en los medios, disfrutan menos horas de vida con sus familias, corren con esos gastos menudos, que juntos hacen un pico, y disfrutan de su filantropía. Es el peldaño en el que el fútbol se encuentra con una cierta vocación de sacerdocio, de servicio a los demás.
Una sociedad agria y descarnada como la nuestra hace que estos gestos y conductas adquieran un valor significativo. Necesitamos mucho a estas personas que basan su vida en unos principios dignos de admiración.