Se agotaron todos los diccionarios tras la muerte del hombre que marcó un
tiempo. Aprendí a sentir admiración por él en aquellos años en los que
Sudáfrica nos quedaba todavía muy lejos, cuando recibió, antes que el
Nobel, el premio Príncipe de Asturias. He leído muchísimos artículos y
recuerdo los mensajes que transmitió con motivo de su investidura como
Doctor Honoris Causa de la Universidad Europea de Madrid en 2010.
Nelson Mandela vivirá siempre ligado al rugby, en particular, pero al
deporte en general como medio para lograr la paz de su pueblo. Él, que
venció al odio y al rencor, que razonó sobre el olvido y la
prohibición, que defendió el derecho de todos a sus símbolos y
estandartes, entendió como pocos que el deporte es un gran camino para
andar juntos que convierte a tu enemigo en compañero. En su discurso del
Planetario de Johannesburgo, demostró que el deporte forma parte
indisoluble de la educación, él, doctorado “con la toga y el birrete
de espinas”.
Lo vi en el Soccer City, por última vez, la noche que cumplimos nuestro
sueño de españoles amantes del fútbol. Unos días antes, tuve la
oportunidad de departir unos minutos sobre él con Michelle Bachelet,
frente al Parlamento de Pretoria. Gracias al fútbol, recorrí aquellos
largos caminos de la Sudáfrica más honda, segregada, y de la democracia
gestada con aires de Reconquista, y siempre hallaré en la colina de Qunu,
en los restos de Madiba, una enorme fuente de inspiración. Veré,
humildemente, al hombre que quiso ser, y fue, “el amo de su destino y el
capitán de su alma”.