Desde hace casi tres siglos, la prensa recibió con orgullo, y quizá algo de soberbia, el sobrenombre de cuarto poder. Más tarde, se definieron sus características: formar, informar y entretener. Y, después, se han forjado todo tipo de definiciones, alguna de ellas tan curiosas como denominar el periodismo un antiguo dolor de la conciencia. La tradicional separación de poderes del ilustrado Barón de Montesquieu no contempló jamás la posibilidad de que aquellas “Cuartillas holandesas” hallaran hueco entre sus doctrinas.
Hay, en cada parcela del periodismo, profesores y caciques. Estos intentan escalar del cuarto peldaño al primero. No consideran para ello que ni legislan, ni ejecutan ni juzgan. Piensan, opinan, presionan y aspiran a ser obedecidos. Sucede en el deporte y, en general, y puede observarse a diario. Sueñan con ser gobernantes.
Adoro el periodismo, quizá porque amo vivir como un historiador de lo cotidiano pero no concibo ese afán por ordenar quién debe ser el guardameta titular, el capitán del equipo, el presidente del Gobierno o el ministro de Sanidad o si dos tipos toman cervezas juntos. Disfruto con la observación, el análisis, el contraste y creo que el periodista de hoy, debe facilitar una información limpia, separada de su opinión, y alejada de los nuevos usos comerciales, que dañan su credibilidad.
Cada profesión conlleva una misión, unos medios y un objetivo. Admiro al que informa, vomito con quien manipula y aborrezco al que miente. Charles Louis de Secondat, verdadero nombre de Montesquieu, y yo siempre fuimos dos tipos raros. Los cimientos de la democracia residen en la capacidad de elegir. No escojan por nosotros. La verdad vive sola, valiente y feliz.