Aflora Carlos en mis recuerdos con sobriedad. En el Valencia, desplegó su mejor juego. El que fabricaba el fútbol era Miguel Ángel Adorno, apodado “El Ruso”, un argentino que jugaba con chaqué y movía la pelota como Von Karajan cortaba el aire con su batuta. A su lado, Bonhoff, Rep y un descendiente directo de Dios que respondía por Mario Alberto Kempes. Eran los tiempos en los que los chicos queríamos ver al Valencia los domingos. Adorno llevaba un par de guantes en vez de botas y el “Lobo” un cañón en la cabeza. Un remate suyo llegando de atrás era como un disparo a bocajarro en el Oeste americano. Diarte decía que Adorno no le mandaba centros sino pases a la cabeza.
Se ha marchado un futbolista que era poeta, que sabía escribir, que era capaz de componer historias, como las que escribió sobre los campos de fútbol. Carlos fue un triunfador, un futbolista victorioso, goleador, buen compañero y mejor amigo. Solíamos vernos en la cafetería del Valencia Palace y conversábamos, naturalmente, sobre fútbol. Escuchaba mucho y hablaba poco. Si yo supiera escribir como el sevillano José Manuel García Otero, autor de “El arma de los invisibles”, genial twittero que firma @butacondelgarci, hoy me saldrían poemas para Carlos. Me conformo, sin embargo, con construir puentes de palabras entre la memoria y los sentimientos. Cuando el sacerdote pronunció sus últimas palabras, lloraron hombres como castillos. Lágrimas de humanidad.
Diarte es uno de esos hombres que, cuando los conoces, eres incapaz de olvidar aunque se vayan de este planeta azul y sigas escuchando de fondo la música de Rodríguez de la Fuente. Un hombre increíble. Ser su amigo, un honor.