Jamás, desde que lo conocí, fui capaz de ocultar mi admiración por él, tanto desde un punto de vista personal como profesional. Es un hombre pleno de convicciones y dotado de una apreciable capacidad de análisis y razonamiento. La primera vez que hablamos me confesó que el fútbol rozaba la perfección cuando un equipo obtenía la organización defensiva del Milán de Arrigo Sacchi y la creatividad del Barcelona de Cruyff. Sin embargo, nunca disfrutará de una oportunidad para dirigir a un grande en el que pudiera aplicar sus teorías y sus conocimientos.
Lo que resulta incuestionable, ascienda o no, es el milagro de Fernando Vázquez al transformar un equipo roto, destrozado y un club hundido en la miseria de las deudas, en una institución con mentalidad ganadora y serias aspiraciones de regresar a la máxima categoría del fútbol español.
Si ya de por sí es complejo gestionar un grupo humano, profesionales todos ellos y algunos principiantes; si ya es difícil hacer creer a una afición apagada, entristecida, llorosa por el alto precio que tiene que pagar por las alegrías del pasado; si ya es difícil convencer a un puñado de futbolistas sin fama ni grandes sueldos que pueden alcanzar la gloria; si todo eso es difícil, hacerlo todo a la vez parece casi imposible. Por eso escribo acerca del milagro de Fernando Vázquez.
Ha conseguido que los incidentes concursales queden al margen del equipo, que la afición, escandalosamente admirable afición deportivista, haya creído y defienda unida a muerte la fe en este colectivo y que los blanquiazules se hayan metido en zona de ascenso directo derrotando a un líder intratable, el Recreativo de Huelva. Eso se llama fe.