La Copa del Rey parece un trofeo menor y, sin embargo, se pagan cientos de euros por las mejores localidades. A nadie le asusta porque este encuentro es especial y no importa si el que pierde no le da importancia y los que no juegan la refieren con cierto desprecio. A mi modesto entender, es el partido más bonito de la temporada, el que divide un campo entre dos aficiones que protagonizan la gran fiesta del fútbol español. Siempre ha sido así y todos aquellos que la han ganado saben perfectamente que se trata de un momento inolvidable, especial, sublime, el de levantar la Copa tras conquistarla.
Creo haber asistido a todas las finales desde que se denomina Copa del Rey y no recuerdo ninguna mala. En todas se puede encontrar un espectáculo de pasión encendida, una ilusión renovada, un sueño por cumplir. He visto campeones que vivieron en la heroicidad y perdedores que se peleaban con la hierba cuando ya solo quedaban la rabia, la impotencia, el disgusto y la desolación.
Para el árbitro, esa designación implica ilusión y desafío. Para los entrenadores, se trata de un mano a mano contra la suerte, la táctica, la estrategia, la forma física y la motivación. Para los espectadores, especialmente cuando viajan desde sus localidades a otros territorios, supone un esfuerzo económico, laboral, a veces familiar, en otras de cansancio; y siempre recompensado por los colores que usan para pintar otras ciudades, por sus camisetas y sus banderas, y por las canciones con las que llenan las plazas y las calles que habitan otras gentes. Sentimientos.
Seguro que el lector amable guarda en su memoria alguna final de Copa, como quien conserva un retazo de la historia de su propia vida, en la que queda el camino de regreso, la vuelta a casa, mortal en la derrota, fantástica en el triunfo. Las bufandas viven en el viento. Hoy, quizá picando con el brazo al compañero, usted preguntará: “¿Te acuerdas de aquella noche?”.
Como para olvidarla, amigo, como para olvidarla…