Desde hace muchos años, quizá porque crecí en una tierra en la que se cuidaba la cantera, creí que la base del fútbol residía en cuidar a los chicos de casa y a los vecinos, en facilitarles todo aquello que fuese necesario para que se hicieran hombres jugando al fútbol. La receta no podía resultar más barata, un trozo de hierba, una pelota y un par de porterías, a veces dos jerseys. Muchos aprendimos a jugar en la playa.

Más tarde, creamos escuelas de futbol y los chavales tuvieron terrenos de juego en condiciones, duchas con agua caliente y la posibilidad de competir y adquirir los valores humanos del deporte. De aquella lucha denodada por mimar infancias y adolescencias, salieron jugadores de gran calidad cuyos nombres están hoy en la mente de todos y entre los campeones de nuestra Selección Nacional.

Por el contrario, hubo quien escogió el talonario y renunció al fútbol base hasta empeñar los ojos, en la creencia de que el dinero podía comprarlo todo. Debemos reconocer que los euros pueden ayudar a conseguir muchas cosas. Si no fuera porque ese modelo sólo funciona a corto plazo, el éxito sería sólo para los que van de ricos.

Ahora, con la crisis, todos vuelven la vista a las canteras como gran solución a sus males. Hacen bien en replegar velas y adecuar sus cuentas al mercado actual pero no conviene olvidar que ese fútbol, que crece desde la base, no aparece de un día para otro, como si lo tocase el hada con su varita mágica. La cantera exige conocimiento, proyecto, planificación, monitores, educadores, preparadores, entrenadores, medios e instalaciones. Y una gran dosis de paciencia, buen ojo y sabiduría. Son cosas que no se pueden improvisar de la noche a la mañana.

Tienen pecado los que despreciaron esas escuelas y a los clubes modestos, que las sostienen con el esfuerzo y el dinero de los directivos más humildes. Hoy, el falso rico llora en el hombro del pobre, de ese pobre que es, en realidad, más sabio, infinitamente más sabio. El dinero, muchas veces, sólo vale para pagar fianzas.