Llegó a Madrid muy joven, con las ideas muy claras, con la estabilidad familiar y emocional a prueba de bombas y una madurez impresionante. Llegaba al club más grande. Muy pronto se vio que su carácter ganador, su potencia, su afán goleador, su instinto asesino en las áreas contrarias le abrirían las puertas del éxito. Se fue al Zaragoza para triunfar y se proclamó campeón de Europa en la noche mágica del Parque de los Príncipes, en el oscurecer del sol de París, en la primavera del mayo francés. La gloria del Concorde Saint Lazare y los puentes del Sena.
Juan Eduardo Esnáider fue siempre mi debilidad. Un hombre admirable en todo. El Zaragoza lo recupera como un símbolo de identidad y “Gardel” asume ese reto con su sabiduría, sus experiencias y esa voluntad argentinizada que convierte la necesidad en victoria.
Sabe planificar, conoce los métodos para organizar canteras, ejerce magisterio en el trato al jugador porque todavía lleva un futbolista dentro y se asienta en una ciudad que ama y que lo ama, que necesita de su implicación y de sus ideas, de su metodología. Es llamado y será uno de los elegidos.
Juan, hombre íntegro de los pies a la cabeza, familiarizado con el sufrimiento, delantero de tronío, se ha preparado para triunfar en los despachos y en los banquillos. El Zaragoza se mete en vena una autotransfusión de zaragocismo ganador y sé que no me moriré sin verlo triunfar en Primera. Se lo deseo tanto como si su éxito fuera para mí. Un tipo que se hace querer, lleno de dignidad y hombría de bien. Un ejemplo a seguir como persona y como profesional.