Hampden Park es el estadio nacional de Escocia. Hay naciones que dedican un campo sólo para su Selección. Quizá porque los escoceses participaron activamente en el nacimiento de este deporte, tienen Hampden como su casa, un hogar en el que católicos y protestantes sólo creen en Escocia y en el balón. La Tartan Army, integrada por cincuenta y cinco mil espectadores tan llenos de fervor como de educación, lleva en volandas al equipo que tiene. Si a eso le añadimos que enfrente estaba la campeona del mundo, parecía razonable que Hampden Park enmudeciera a ratos.
Del Bosque, que es hombre tan sabio como prudente, estudió las armas del rival. Sabía que su potencial residía en las contras y en el juego aéreo o en la estrategia. A balón parado todos pueden intentar superar a España. A balón en movimiento resulta empresa harto difícil. El cielo de Glasgow suele ser gris, algo triste; siempre pienso que en Escocia, en lugar de agua, debería llover whisky. El cielo tendría más luz. Sin embargo, la luz en este mundo la pone España. No importa que falten jugadores como Xavi Hernández, Fernando Torres o Cesc Fábregas, entre otros. Salen otros y el equipo juega igual, es decir, no se resiente en lo sustancial.
La noche se abrió pronto en la batalla de las ideas. España renunció al juego por alto y puso en funcionamiento la máquina del juego a ras de la hierba. Villa ocupó el puesto que Llorente había utilizado en Salamanca y el resto se quedó como estaba, incorporando a Xabi Alonso junto a Busquets e Iniesta en el triangulo interior de génesis de juego. Cazorla y Silva abrían el campo con la inestimable ayuda de Sergio Ramos y Capdevila. Atrás, en una noche dura para los centrales, Piqué y Puyol luchaban contra el destino.
A mí me agrada la España que plantea, juega y toca, que acaricia y define, que sentencia a través del buen gusto. En eso, Del Bosque sale ganando porque ha sido cocinero antes que fraile y se ve en la prolongación de Sergio Busquets, que tiene alma de entrenador sobre la hierba. La producción de fútbol llega a resultar solemne. En un momento, el juez de línea vio la mano de McManus en el área y señaló penalty. A Villa nunca le tiemblan las piernas. Llevábamos tres meses esperando a que batiera el récord de máximo goleador de la Selección en toda su historia. El asturiano, fino y firme, se fue al punto de cal que dista once metros de la raya de gol y disparó con la derecha abajo, a la izquierda del meta McGregor, que la rozó de manera insuficiente. Un minuto después, Massimo Busacca, uno de los grandes referentes del arbitraje mundial, señaló el tiempo de descanso.
Era un monólogo, una conversación de uno sólo ante un auditorio maravilloso y maravillado. En el marcador, un gol, nada más; en la hierba, años luz ante un equipo incapaz de superar las líneas de creación españolas. Había buenos aromas en un campo que siempre huele bien, a fútbol y a linimento.
La segunda parte nos sorprendió con el gol de Iniesta, después de una combinación eterna de medio equipo español. Un rechace al punto de penalty encontró la calle abierta para llegar hasta el poste derecho y pasar a su lado, hacia dentro, donde duermen los sueños de los rematadores. Parecía que la cena y el baile estaban terminando cuando Naishmi remató delante de los desaparecidos bigotes de Casillas. Ocho minutos después, Piqué mandaba a sus redes un balón que se dirigía a los pies de Miller, ya sólo detrás de Iker. Fueron dos lapsos, acompañados de mala fortuna pero costaron el empate. Y Vicente del Bosque tiró de recursos, abrió el libro y sacó a Pablo Hernández, en estado de gracia, y a Fernando Llorente, que tiene el número del móvil de todos los dioses. Llamó y recibió una pelota a una cuarta del suelo en la frontal del área chica. La mando al destino adecuado. Goooooooooool. Y fin del programa.
España sufrió demasiado en el marcador para los merecimientos que había garantizado en la fresca y mimada hierba de Hampden Park. El frío de la noche escocesa, teñida ya de poderoso gris marengo, helaba las intenciones locales, que no dan mucho más recorrido y que se acercaron a España con descaro, mientras los campeones del mundo cumplían una obligación que prestigia y clasifica. Del Bosque y su cuadro técnico podrán dormir tranquilos hasta marzo; el resto de los españoles también. Al terminar, un avión cargado de ilusiones y de libretas con los deberes hechos, cruzarás gélidas aguas del Atlántico, once mil metros por encima, para llevar a España a su Selección, la de la estrella en el corazón. Una victoria en el lugar donde nació el fútbol, en el santuario que aúna religiones en beneficio de un balón siempre entraña un placer para los sentidos. Y nos lo regala para la memoria.