Hay una sensación imposible, un ruido ensordecedor de vuvuzelas, una euforia desmedida por el pitido final del árbitro más joven del Campeonato. España es finalista por primera vez en su historia. Ya hicimos historia, sí, ya superamos el cuarto puesto del Mundial de Brasil y levanto la cabeza para buscar el corazón de Telmo Zarra por algún rincon del aire del continente negro. Se nos ha caído encima toda la enciclopedia del fútbol nacional, todos los tomos uno a uno se han lanzado desde la estantería en busca de las nuevas aventuras, de los nuevos hechos. Es la primera vez en mi vida de muchas cosas, hoy es la primera vez en mi vida que veo al pasado, a la historia, arrodillarse ante el presente y frotarse las manos con el futuro.
No podíamos pedirles más a estos muchachos que se han empeñado en hacernos felices y lo están consiguiendo con una brillantez propia de los grandes campeones. No se les debe exigir más que la continuación de esta película que busca un final feliz, en la que los espectadores se alcen de las butacas del cine para aplaudir, sin sorpresas, el enlace de los protagonistas. Aquí se buscan España y la Copa del Mundo con cierto descaro, por qué no decirlo, mientras los equipos, las selecciones han ido cayendo una tras otra. Me debía, nos debía una, este espectacular Moses Mahdiba de Durbán tras el partido contra la selección suiza. Las aguas cálidas del océano Indico estaban en deuda con nosotros y, desde que llegamos, hemos percibido que el sol luce para todos pero persigue sólo a unos pocos. Son los elegidos para la gloria.
Comenzó el partido. Había un bosque, una espesuras de árboles rojos que se desplazaban de un lado a otro con armonía mientras les seguían como podían lenadores de pantalón negro, negro como fruto del presagio, del luto que ha de venir, de la maldición española. En esa enorme malla tejida en el medio del cesped, la Roja se sentía cómoda, a gusto, tocando a su antojo, dominando y llegando lo justo para asustar. Alemania no aparecía, renunció a sus poderes, se perdió lejos de Iker, producto de sus miedos irreconciliables con el buen fútbol y se fue diluyendo paulatinamente ante un equipo que reconocía como superior desde el túnel de los vestuarios del maravilloso Moses Mahbida. La riqueza de colores de este estadio hace juego con el despliegue de recursos de la Selección Nacional, un abanico cromático, lleno de vida desde la portería hasta el último atacante. España ofrece vida, vitalidad explosiva, alegría del Jabulani al que tanto afecto prodigan, ejemplo de toque y pase, de control y desmarque, de llegadas para aplanar a cualquiera, para apisonar a un equipo que luce galones de tricampeón del mundo. Una escuadra que gana tres Mundiales no se rinde fácilmente pero Alemania no disfrutaba de otra alternativa. Se le derrumbó la pizarra por el miedo a una Selección que impacta, que impresiona, que sobrecoge, capaz de jugar al fútbol y bordarlo durante una segunda parte que aniquiló al equipo rival de la faz de esta tierra sudafricana que cada día me enamora. Los acribilló Puyol después de que Xavi lanzara un corner. Pedro pudo remacharlos ya en el suelo pero fue generoso en la sentencia.
Me quedo sentado en esta tribuna llena de magia, de Magia Roja, respirando el aroma de una ilusión desproporcionada, por primera vez en mi vida. Hemos tenido que venir tan lejos, hasta Johannesburgo para entrar en las semifinales y abrir el libro de la enciclopedia que aún está por escribir, y hemos venido a Durbán para rematar la historia y superar lo insuperable, alcanzar la final de la Copa del Mundo, la final del Mundial. Cuántas veces, Dios mío, desde que empecé en esta bellísima profesión de contarle historias a los demás, desde aquellos tiempos en los que le preguntaba a mi padre qué había detrás de la raya, de la raya del horizonte desde el mar cantábrico de mi Gijón del alma, he pensado y he soñado con este preciso instante en el que el clamor del estadio anula mis sentidos y me transporta a una sensación fuera del tiempo y del espacio, a una ensoñación de adolescencia, a una respuesta de amor por el fútbol que siempre amé, por este paroxismo que me embriaga. Lo he vivido, sí, aquí, donde se viven las más bellas realidades. Lo he visto venir, desde que Iker me contó hace dos días que ellos no habían llegado a Sudáfrica para ser cuartos, que no se conformaban con nada, desde que el Guaje, mi Guaje predilecto, me susurró al oído que quería que sus dos hijas lo vieran jugar y ganar la final del Mundial, desde que Busquets me sopló que la Selección tenía el alma de Vicente del Bosque. No quiero irme de este lugar sagrado, Durban, ciudad de playas blancas de arena fina donde el viajero puede nadar acompanado por los tiburones sin temor a que nada le sucede. Nada malo puede transcurrir en el reloj del tiempo de esta ciudad que los españoles siempre llevaremos grabada a fuego en lo profundo de las entrañas.
Espana arrasó a Alemania desde el comienzo y la destrozó con una segunda parte excepcional, llena de serenidad, oficio, profesionalidad, astucia, inteligencia y sentido práctico. Nos hallamos ante una victoria que me sabe a poco porque pudo resultar mayor pero que, al mismo tiempo, a la misma vez, me llena como un banquete nupcial interminable. Me lleno de gozo, de alegría, de un dulce placer para mis ojos tras contemplar la realidad moderna de un sueño antiguo. Han pasado muchos años, muchos partidos, muchos viajes, muchos regresos tristes en los vuelos nocturnos de los partidos perdidos, de los momentos tristes de la soledad enmudecida, han pasado, sí, y parecen haber decidido habitar otro planeta porque el de La Roja se gana con merecimiento incuestionable un lugar en el Olimpo, un lugar al que llevar el fuego de los dioses mitológicos.
Sé que las calles de mi tierra, las plazas de mis ciudades, los caminos de mis pueblos, desde las aldeas remotas hasta las grandes capitales, rezuman esta noche la luz de la sonrisa eterna, desde la España profunda a la de los rascacielos y las grandes construcciones. Esta noche será interminable, será una noche para soñar despiertos, con los ojos bien abiertos mientras los focos del estadio languidecen y me acojo al secreto de confesión de una luna que viene del Cabo de las Tormentas, de la punta del Cabo de Buena Esperanza, lamiendo el faro que guía los barcos invisibles y alumbra a los navegantes españoles en su camino hacia las Indias del siglo XXI, la cosmopolita ciudad gris, la de las minas de oro trasegando su vientre profundo, la ciudad a la que sólo quería regresar para conocer el Soccer City. A estas horas de la noche, no quiero pedirle más a la vida porque me ha regalado tanto en tan poco tiempo, que sólo el amor sincero de quien te acompana por los senderos inescrutables de la vida en los momentos ingratos o la llegada al mundo de tus hijos puede superar las emociones inapelables de una proeza cosechada por unos y sembrada por otros durante muchos decenios. El equipo de dirige Vicente del Bosque y capitanea Iker ha reventado el Mundial. Vamos a por él mientras el alma descansa de estos vaivenes agotadores, felizmente agotadores, literariamente agotadores, futbolísticamente agotadores…pero llenos de confort intelectual. La Roja ha roto los moldes. Mi recuerdo emocionado para Telmo Zarra y su memoria, el hombre que había llevado el balompié español al cielo infinito del 50, puede observar con Matías Prats que han dejado huella, la que han seguido los internacionales de hoy, haciendo saltar en añicos los corazones de todo un pueblo. Esta noche, me rindo mientras una lágrima sencilla se desploma desde mis ojos, portando en su interior la sonrisa deliciosa de un país superlativo.