Llegó en un taxi desde Córdoba. Transcurría el verano de 1975 y me encontré con él por la calle Corrida. Venía precedido de una fama extraordinaria, el mejor extremo de la historia de Boca Juniors, el mejor once, el más rápido, el ídolo de las barras bravas del estadio más apasionante de Argentina y del planeta. Traía veintidós años de esperanzas y cuajó como una estrella. Enzo Ferrero ha sido el mejor fichaje de la historia del club en los cien años que ahora celebramos. Alternó con Churruca en su primera temporada y después se hizo el dueño de la banda izquierda de El Molinón y del fútbol español. Después de otros extremos como Gaínza, Gento o Gorostiza, su irrupción resultó providencial para la calidad y el espectáculo. Ferrero era la velocidad y era el quiebro, el regate endiablado, el centro preciso desde la banda hacia el área buscando la cabeza de Quini, el ídolo de mi infancia, el alma de mi equipo.
Ferrero hacía temblar a los defensas rivales por su peculiar manera de encarar. Su jugada favorita bailaba el balón entre los pies sin moverse del suelo, en la quietud de la hierba. Allí Enzo se hacía grande por momentos. El tiquitaque de derecha a izquierda mareaba a los contrarios, que nunca sabían por dónde podía salir corriendo como una gacela. Miraba la pelota ocasionalmente, como si dudara, pero jamás dudó. Siempre se marchó utilizando un toque rápido con sabor a escapada, a fuga hacia delante. Le daba igual irse por fuera, pegado a la raya de cal, o por dentro buscando una diagonal que se antojaba imposible. Nadie podía adivinar si, rizando el rizo, es escapaba haciendo un túnel que dejaba en entredicho la condición futbolística del defensa. La vieja tribuna del Molinón se ponía de pie ante lo nunca visto. Ferrero resultó a veces cruel con quienes lucían camisetas distintas. Le gustaba lo que hacía y hubo duelos apasionantes, con Carrete sin ir más lejos, a quien la afición rojiblanca quería ver humillado por el argentino. Porque, es verdad, podía llegar a ser humillante.
Nadie en su tiempo fue capaz de correr más ni mejor con el balón cosido a la bota, correr con tan buen criterio y con el efecto sorpresa de su rapidez de pensamiento. Enzo llegó al Sporting para ser figura y reclamar el delirio en los mejores estadios de España. Santiago Bernabéu, el gran patriarca del mejor Real Madrid de la historia, suspiraba por fichar a aquel chico que llegó de La Bombonera. Alfredo di Stéfano me dijo un día que yo no tuve la suerte de verlo a él ni a Rial ni a Pancho Puskas pero, en cambio, había visto a Ferrero. Sin embargo, la legislación de la época jamás permitió que se vistiera de blanco. Renunció a muchas cosas, a más fama internacional, a mejores contratos, a escuchar su nombre coreado en el Bernabéu o el Nou Camp. Vivió en rojo y blanco y, cuando dejó el fútbol activo, se quedó entre nosotros, como un sportinguista más, como un gijonés más. Y aquí disfrutamos de él y de su familia, asturianos como nosotros, amantes de nuestro equipo y de nuestra tierra. Contribuyó de forma decisiva a la construcción del mejor y más brillante Sporting de su siglo. Y de ese equipo fue a la par, junto con Enrique Castro “Quini”, el mejor y el más brillante.
Ferrero ha sido el lujo de un centenar de años, el futbolista que siempre soñamos, que siempre deseamos, que siempre necesitamos para reconciliarnos con la belleza, la eficacia y la historia. Pero se rompió el molde. Nunca habrá otro Ferrero, para mi tristeza. Enzo, para mi vida personal y profesional, es el fútbol. Es el Sporting. Y es Gijón, del mismo modo que lo son El Molinón, la playa, el Muro, la iglesia de San Pedro o un anochecer por Cimadevilla. Enzo es la justificación que encuentro para afirmar que fui feliz durante unos años que se ofrecieron duros para Gijón. Nos alegró la vida en aquellas transiciones plenas de conflictos sociales.
Enzo fue un bálsamo, una isla de felicidad entre dificultades, una ilusión para esperar el domingo y un cálido placer para los ojos. El deleite de un balón capaz de volar desde el banderín del corner izquierdo del fondo sur hasta la escuadra del segundo palo y convertir al Sporting en equipo de Europa cuando aquello sonaba tan lejos. Goles que cruzaban fronteras ante el mítico Torino, finales de Copa del Rey, apretadas foto finish en la meta de la Liga. Tengo la sensación de que le debo una bellísima parte de mi atropellada adolescencia y es una deuda gratificante porque con su fútbol aprendí lo que significaba ser grande.
Algunas veces sueño con aquellas noches de fútbol, de triunfos a medida, victorias a escala, brillos estelares del mejor balón, noches llenas de sentimientos rojiblancos, de aromas de algas y salitre, como huelen las olas cuando las tienes cerca. Otras tengo más suerte y me despierto con Enzo sentado frente a mí en una mesa de El Planeta, delante de una fuente de parrochines, mirando los barcos del viejo muelle, hablando de fútbol frente al mar del mismo modo que hubiera querido conversar de toros con Hemingway en El Malecón de la Habana o con la misma vehemencia con la que hablaba de Gijón y del Grupo con nuestro siempre recordado Luis Ángel Varela o disfrutar de una velada en el Café Gijón con Azorín, Baroja o Valle Inclán. La verdad es que he sido muy afortunado. Gracias, Enzo, por lo que hubo y por lo que, si Dios quiere, aún está por venir. En definitiva, por esas cosas que sólo los dos sabemos… Sporting.