Todavía retumban en mis oídos aquellas llamadas de teléfono, largas conversaciones matinales, en las que Jesús se adelantaba a los tiempos como el gran precursor de los ingresos atípicos. Hace más de veinticinco años que aquel huracán indómito, galerna parlante, ciclón imparable, irrumpió en el fútbol español para doblegar las viejas costumbres, romper los moldes y revolucionar el país con sus aventuras, perdonables e
imperdonables. A nadie dejaba indiferente. Si ganaba, arrasaba y, si perdía, también.
Lo recuerdo con verdadero cariño y guardo en la memoria nuestras conversaciones, nuestras diferencias brutales, críticas mutuas, batallas en la radio, sus ataques feroces y los míos, del mismo modo que el afecto que nos mostramos en esos momentos difíciles, que de todo tuvimos. Guerra y paz.
Simeone, al término de la final, le brindó la Copa, el título de campeones, y le hizo justicia. Cholo lleva la sangre rojiblanca, mamó el sentimiento atlético y sacó brillo al escudo, a la felicidad y al orgullo de los suyos. El Atleti está hecho de jirones de vida, de zarpazos a la existencia, de paciencia infinita, de silencios prolongados, de derrotas llenas de crueldad; pero también de grandes ilusiones, de proyectos y victorias increíbles, de noches repletas de pasión y de magia. El Atlético es un sentimiento, algo cosido al alma, bordado en el corazón.
Cerezo y Gil Marín eligieron a Cholo porque su nombre suena rojiblanco y encarna los valores tradicionales del club. La coherencia con su propia historia ha hecho al Atleti triunfador. “El Pupas” ha muerto. Jesús Gil ha resucitado en su propia herencia y así se lo reconoció Simeone, hijo del Atlético de Gil.