Le han dado hasta en el carné. Y eso que algunos de los que le han dado, mamaron de la teta Hermida copiosamente en los años gloriosos de las tertulias de Jesús.
Yo no soy muy objetivo. Quiero mucho a Jesús Hermida y es mi amigo. Fue mi jefe durante 3 años y me hizo disfrutar, probablemente, de 3 de los años más divertidos de mi vida como periodista. Se dice mucho de él que es un maestro. Que enseña. Y ya en alguna ocasión he dicho que no es que se pusiera con un pizarrín en medio de la redacción. Enseñaba mucho hablándote, callándose, a veces gritándote y siendo inflexible con según qué asuntos.
No podíamos mentir, por ejemplo. En sus equipos estaba terminantemente prohibido conseguir cualquier cosa (una entrevista, un invitado, una noticia…) utilizando la mentira o las verdades a medias.
No podíamos hacer cosas que pudieran provocar daño a otros. Te hacía pensar siete veces si algo de lo que ibas a grabar o a decir podía herir a alguien y te obligaba a sentirte responsable de lo que emitías en un medio que, mal utilizado, puede hacer mucho daño. Igualito que hoy. Me gustaría saber en cuántas redacciones hay jefes que serían capaces de hacer lo que me hizo Jesús a mí en el mes de marzo de 1992.
Quizás muchos de ustedes recuerden el caso de un vecino de Zaragoza que, ayudando a unas personas a empujar su coche, se dio cuenta de que la matrícula de ese automóvil era la misma que la del suyo. Los supuestos dueños del coche eran los etarras Idoia López Riaño y Juan José Narváez Goñi. Cuando el buen ciudadano se alejó de los etarras, llamó a la policía y ayudó a desarticular el comando Aragón de ETA. Lógicamente, al día siguiente, toda la España periodística estaba buscándole. Entre otros yo. Con la suerte proverbial que me ha caracterizado siempre, no sé cómo, conseguí el teléfono de este hombre e incluso logré citarme con él al día siguiente en Zaragoza. Iba a hacerle ¡la primera entrevista! con la imagen y la voz distorsionadas para que fuera imposible reconocerle.
Me levanté de mi sitio histérico de contento y entré en tromba en la sala en la que estaba reunido todo el equipo preparando el programa del domingo siguiente. Entré gritando algo parecido a: “¡¡¡¡Lo tengooooo, jodeeeer, lo tengooooo!!!! ¡¡¡Mañana entrevisto al héroe de Zaragoza!!!” Hermida me mandó callar, me pidió que me tranquilizara y dejó terminar a los que estaban hablando cuando yo entré destrozando la reunión. Una vez acabaron me dijo: “Cuéntanos, Filfil”. Y lo solté. El equipo empezó a aplaudirme, a tocarme la chepa, a preguntarme cómo lo había conseguido… Jesús me miraba con cara de pensar: “bien hecho”, pero no abrió la boca. Cuando el festival de alabanzas concluyó, mi jefe me dio la enhorabuena, me miró, me hizo tres o cuatro preguntas burocráticas sobre horas, lugares y fechas y, de repente, soltó: “¿Y tú crees que ese hombre va a estar tranquilo después de la entrevista?” Yo al principio no sabía muy bien a qué se refería y me lo notó. Volvió a preguntarme: “¿Tú dormirías tranquilo si hicieras mañana una entrevista para una tele después de lo que ha pasado?”. “Pues yo qué sé”, le dije, intentando salir del paso, viendo que algo se estaba empezando a fastidiar. “¿Cómo que no sabes?”, continuó. “¿No crees que tú, tu mujer y tu familia pasaríais miedo pensando en lo que te pueden hacer los etarras?” Yo le dije que le íbamos a tapar la cara y la voz y que nadie, excepto el cámara y yo, iba a saber su paradero ni su nombre. Aún así, Hermida insistió: “Pero no me contestas; ¿Tú dormirías tranquilo después de conceder una entrevista así?”. Y le dije: “Coño, pues no.” Jesús se me quedó mirando, con todos los de la redacción callados como muertos. Después de 30 segundos que se hicieron eternos me ordenó: “pues no la hacemos”. Recuerdo que me debí ciscar en todo por lo menos mil veces y supongo que a Jesús y a sus familiares más próximos, les debieron estar pitando los oídos una semana. Pero no hicimos aquella entrevista que, en aquel momento, habría sido un magnífico “scoop” para el programa, para él y para mí. Y todo porque Jesús pensó en la angustia de aquel hombre y de su familia ante lo que se les venía encima. Fue una lección complicada de digerir, pero inolvidable. Pero es que ese es Jesús Hermida. Un periodista serio, un director duro, pero cariñosísimo con sus equipos. Un hombre de una integridad y un sentido de la ética admirables y uno de los mejores entrevistadores sin papeles que he visto en mi vida. Por eso me da pena que tantos y tantos hayan hablado de Jesús con tanta ligereza y tanta falta de respeto en las últimas semanas. He hablado con él varias veces desde la emisión de aquella entrevista con el Rey y cuando he intentado sacarle algún comentario me ha pedido que respete su silencio. Y lo respeto. Sé que, si hablara, entenderíamos muchas cosas, pero Jesús es así y su sentido de la lealtad y de la responsabilidad le piden que se calle. Y se calla. Y eso es lo que le hace único. La mayoría, empezando por mí, en una situación como esta habríamos mandado a la mierda ya a tres o cuatro. O a cinco. Él guarda silencio esperando, como sabe, que acabe pasando la riada que sólo deja en pie a los más grandes.