A veces, dejo que el sentimiento escriba por mí y vuele sobre las teclas. Doy rienda suelta a las sensaciones, a los ideales y a los sueños que, a menudo, sigo teniendo despierto y que suelen cumplirse con frecuencia. No parece sabio empeñarse en vivir en el mundo cartesiano de forma perenne, porque se encorseta el alma, y resulta aconsejable ejercitar el espíritu, ente desconocido que emerge cuando no hay nada más a qué aferrarse.
Desde ese prisma, reconozco sin pudor que, desde que lo entrevisté siendo un chiquillo, en Suráfrica, disputando la Meridian Cup, le tomé cariño por su soltura, por su sinceridad, por la espontaneidad que transmitía en aquellas noches lejanas del continente negro. Cuando debutó en San Mamés con cara de anuncio de Nenuco, me alegré infinitamente. Comenzaba a vivir, desde el primer día, el nacimiento y la evolución de un futbolista de época. Como antes me sucedió con otros deportistas, Iker me había reservado una notable dosis de afecto y amistad y entre los dos se creó una cercanía imperturbable, muestra de respeto, cariño y comprensión.
Hoy, al observar que derrumba los récords como si fueran fichas de dominó, al ver que aquel crío se ha hecho hombre y se comporta como tal en cualquier situación, sólo puedo dar gracias a Dios por regalarme este placer del periodismo, del fútbol, de la psicología y la sociología: el de convivir con un capitán como Dios manda; compañero, líder, valiente, sincero, honrado y estrella; un portero de leyenda con maneras de caballero. Un regalo para España.