Habíamos viajado de noche desde Donetsk hasta Kiev, sin maletas, perdidas entre los penaltis contra Portugal. Las ilusiones, eso sí, bien custodiadas. En aquel hotel, se alojaban las familias de los jugadores de la Selección. Era jueves, 28 de junio, y el calor apretaba en la capital de Ucrania por encima de los treinta y cinco grados.
Bajé al restaurante y escogí una mesa frente a la pantalla gigante del televisor. No me apetecía estar sólo. Prefería ver el partido compartiendo emociones. De ese Alemania-Italia, saldría nuestro rival para la final en el Olímpico de Kiev. Comenzaron a llegar los familiares, esposas, novias, hijos, suegros, padres de los chicos que lucen la estrella… Y, al poco tiempo, se sentaron la mayor parte de los futbolistas de la selección Española.
Vimos el partido todos juntos, mezclados unos con otros, conversando mientras sus hijos jugaban unidos en medio de la estancia y alguien se encargaba de las cenas. No parecían miembros de veinte familias distintas sino de una sola. Daba la sensación de que todos eran de todos, que su relación traspasaba la del equipo, que se adentraba en la convivencia personal y familiar de cada uno, que aumentaba por minutos. Es esta una imagen que no podré olvidar y que reviví cuando, al ganar la final, salieron corriendo a buscar a sus hijos a las gradas.
España ganó por su fútbol, por sus conceptos, por su juego, por su enorme calidad pero no sería justo obviar ese espíritu armonioso de familias que comparten esfuerzos, sacrificios, sufrimientos, generosidades y triunfos. Me parece importante que se sepa.