He conocido muchos futbolistas pero he querido a pocos. A él lo sigo queriendo. Recuerdo la noche de Antena 3, en Oquendo. Llegó y me dijo: “Cuando acabe el programa, te va a llamar El Gordo; a ti te la va a liar y a mí me va a despedir“. Era viernes, como siempre en mi vida.
Arteche habló a tumba abierta, sin tapujos, directo, contundente. Y yo, tan jovencito y rebelde como él, me sumé a la fiesta de la entrevista jugosa, apetecible, encabronada, una de esas conversaciones que abrillantaban la radio y que tanto enganchaban a los escuchantes, como dice mi admirada Pepa Fernández. Esas con las que sabes que la vas a armar. “Me gustan los viernes“. Entrevista superlativa. Amigos para siempre.
Una y media de la mañana. Gil al teléfono: “Dile a ese imbécil que se vaya a vender zapatillas. Está despedido“. Arteche lo escuchó. Me miraba con su cara de niño bueno. Había desafiado a Gil, un huracán recién llegado, omnisciente, imparable, todopoderoso, como antes hicieron Landáburu o Setién (¡qué noche en Glasgow, Quique!). Tuvo que dejar el fútbol pero el juez obligó al club a pagarle 150 millones de 1989. Ganaba la cuarta parte por año. Aquel día, me confesó: “Tengo que darte las gracias aunque no sé si por retirarme del fútbol o por hacerme rico”.
Hablamos hace poco: “Estoy jugando la prórroga“. Fue un hombre maravilloso, extraordinario, un orgullo para los suyos; referencia rojiblanca, atlética y humana para siempre. Se fue sin protestar; ni un quejido, ni una lágrima. Esa pena, ese dolor, esas lágrimas que, hoy, me inundan el alma y me crujen por dentro, en rojo y blanco.