Sucedió una noche llena de magia en la que sus piernas corrían más deprisa que el cerebro de los defensas. Ronaldo abría brechas entre paredes humanas y sus botas manejaban el balón con primorosa perfección. Marcó tres goles como tres soles, encandiló a los espectadores del estadio y consiguió que se levantaran del sofá quienes disfrutaban del fútbol a través de la televisión. Lo bauticé con esa expresión, “acabo de ver las botas de Dios”. A la semana, recibí un paquete en la redacción de la Cadena Cope: eran las botas de Ronaldo, con una cariñosa dedicatoria.
Mantuvimos una maravillosa amistad, agrandada a su paso por Madrid donde compartimos su coqueto reservado del restaurante De María. Donde muchos creían que había fiestas cada noche, Ronaldo metía los pies en un caldero de agua fría para recuperarse de los golpes. Donde muchos veían la figura de un playboy, yo gozaba del privilegio en el trato cercano, afable y humano, de un profesional de élite; conversaciones de medianoche, confesiones íntimas, pensamientos de un hombre 10 que siempre disfrutó del 9.
Fue gracias especialmente a David Espinar, excelente periodista y escritor, hoy director general de Bodegas Emilio Moro. Nos sentábamos en inolvidables veladas en aquel reservado discreto de la calle Félix Boix. Cenas con Ronaldo, Roberto Carlos, Robinho, Baptista, Luxemburgo, hasta convertir el salón en el pequeño Maracaná de De María. Las botas de Dios nunca tuvieron mejor dueño. Dice Zidane que se marcha el mejor. Verlos juntos fue un impagable placer para nuestros ojos. Madrid espera a Ronaldo con los brazos abiertos. Y sus botas deberían reposar en una sala del Centro Reina Sofía. Son arte contemporáneo.