La primera vez que escuché su nombre creí que era extranjero, no sé si rumano o ruso, me sonaba de lejos. Me dijeron que no, que era de Santander y creo recordar que jugaba entonces en el Badajoz. Lo que sí sé es que debía jugar muy bien y marcar goles porque se hablaba de él con muchísima frecuencia. Más tarde, lo vi jugar en el Racing como es él, pequeño, rebelde, ofensivo, goleador. El Madrid lo fichó en muy mal momento. Llegó al Bernabéu con la etiqueta cambiada y creo que nadie le hizo justicia, quizá ni yo mismo, para entender quién era, de dónde venía y lo que era capaz de hacer.
De Munitis me hablaron mucho y bien en su tierruca cántabra, en el puerto pesquero de la capital, allí donde nació otro futbolista de calidad, Iván de la Peña. De aquel niño que siempre adoró a su abuela doña Antonia, de aquel muchacho que hizo la maleta y no le cayeron los anillos para jugar en Extremadura, de aquel chaval que idolatraba a Butragueño, de aquel hombre ya maduro que cruzó el Real Madrid como el que hace el París- Dakar ( o como se llame ahora) en un camello, del rebelde con causa que regresó al Racing para asesinar sus viejos fantasmas blancos a base de goles dolorosos, de todo eso, ha salido un futbolista sensato pero arriesgado, prudente pero atrevido, de convicciones firmes, de conciencia plena de sus posibilidades y de una enorme fe en su calidad y en su esfuerzo.
Me alegro por él porque pertenece a ese tipo de futbolistas a los que nadie les regala nada ni en su cumpleaños. Pedro, que goza ahora de días de reconocimiento, sabe bien lo que cuesta alcanzar un gramo de éxito. Siempre admiré a los hombres tenaces, a los trabajadores constantes y a la gente que sueña con una abuela como el ser más querido. Si a eso le añaden que se dormía pensando en los quiebros inigualables de Butragueño, qué quieren que les diga, pues me alegro de sus triunfos porque un tipo así tiene que ser de los míos.