Recuerdo que hasta hace algunos años, muy pocos, me interesaba muchísimo el baloncesto y disfrutaba observando por televisión las bellas jugadas del momento. No sé si por edad o por envidia de los americanos, siempre le dediqué más tiempo a la ACB que a la NBA. Ahora, después de un paréntesis provocado por disloques horarios, disputas sobre extranjeros o por aquella fatídica tarde de Angola, los pequeños gigantes han vuelto a crearme aquella adicción que tanto echaba de menos. Y buena parte de culpa la tiene Mocho López, un gallego al que tuve ocasión de tratar muy poco pero del que he recibido mucha información antes de que aterrizase en la silla eléctrica de la Selección. Moncho dista mucho de la imagen de las grandes vacas sagradas de los banquillos, del desaparecido Antonio Díaz-Miguel, del eterno Lolo Sainz, del siempre presente Aito García-Reneses. Moncho es un tipo joven, perteneciente a la misma generación de los que deben levantar el baloncesto desde las tribunas y algunos meses mayor que los chicos a los que debe dirigir sin gritar, sin dar golpes en la mesa y soltar veinticinco tacos por minutos para impresionar. Moncho convence por criterio y enseña por sabiduría. Ha conseguido que España esté presente en Atenas y, además, ha llevado a la Selección a un podium que no depende de Gasol y que hubiera podido ser más dorado con Dueñas pero que sabe a plata de verdad. Pudimos ser oro pero para ganar hay que jugar y para jugar hay que estar. Los que no estuvieron porque no quisieron sabrán que llevarán siempre la losa de no ayudar a su país. Gasol dejó todo por la selección pero su juventud le impide todavía ser ese pequeño dios de la canasta en que todos lo hemos convertido. Mocho López debe ser el seleccionador de los próximos años. Se ha ganado la confianza del baloncesto español y el respeto del baloncesto europeo. El gallego nos ha llevado a la luna de las canastas. Otra vez.