Muchas veces me preguntan cómo se puede ser un buen narrador de fútbol y siempre respondo con tres exigencias básicas: ritmo, talento y sabiduría. Sin embargo, el periodismo deportivo de hoy ha descendido a niveles alarmantes en perjuicio de la seriedad, el rigor y la investigación y en beneficio del ridículo y el forofeo que abundan en nuestras programaciones televisivas o espacios radiofónicos.
Si un narrador no tiene ritmo para sostener el relato, los oyentes apagarán la radio o, lo que es peor, cambiarán de frecuencia. Si, en cambio, lo que le falta es talento, nunca podrá contar los hechos de forma que provoque el interés del receptor, que se cansará por aburrimiento. Pero, si aún gozando de las dos anteriores, le faltase el conocimiento necesario del fútbol y de las particularidades de cada partido, ese ciudadano que permanece atento a la radio se limitaría a pensar “qué bruto es este tío”. Por lo tanto, se necesita conjugar las tres a un tiempo: ritmo, talento y sabiduría.
La última moda consiste en comentar las jugadas como se ofrecen por la televisión de turno. Y, así, el oyente que no se encuentre sentado frente al televisor no se enterará de nada pues los grandes narradores de ayer, los que dibujaban en el aire palabras que se transformaban en imágenes, se han convertidos en comentaristas de acciones concretas que la televisión repite, el tiempo que hace que fulanito no marca un gol o si hay atasco a la entrada de las ciudades.
Me pongo en la piel del conductor que viaja con su familia en una tarde de domingo, aunque ahora puede ser cualquier día de la semana, y enciende la radio del coche para escuchar el partido de su equipo. Vano intento. Le venderán brandys, grifos, aparatos de cocina rápida, le dirán que en la televisión no se ve bien si es fuera de juego, escuchará a cuatro tipos enzarzarse en una discusión propia de barra de bar, o de establecimiento parlamentario, y al instante, su esposa, mucho más sabia que él, le dirá “anda, Pepe, quita ese rollo”.
Debemos reflexionar. Cuando me preguntan, mi respuesta es sencilla: yo narraba siempre para ciegos. Y ellos veían a través de mis palabras. Si no hay una tele enfrente, todo espectador es invidente. Todos somos ciegos cuando sólo escuchamos a través de la radio.