6 Dic, 2013

Madiba descansa en su colina

La figura inmensa de Nelson Mandela, siempre ligada al deporte, nos deja enseñanzas dignas de ser recordadas. Gaspar Rosety, Director de Medios de la RFEF, escribe una breve semblanza acerca de uno de los grandes líderes de la Humanidad.nelson-mandela-copa-del-mundo

Madrid.

Hundió sus creencias políticas en el pacifismo de Gandhi y supo enseñar al mundo que el perdón de los oprimidos es la mejor de las armas contra los opresores. Nelson Mandela regaló su última aparición pública con motivo de la final de la Copa del Mundo de 2010, la noche más bella del fútbol español. Aquel paseo sobre la hierba del Soccer City, invadió en directo todas las cadenas del planeta y nos dejó una estampa para la historia. Que la España villarista y delbosquiana fuese testigo de su último paseo, nos enlaza afectivamente con aquel a quien toda la Humanidad debe las más hermosas lecciones.

Sin duda alguna, Qunu, la aldea que vio nacer al gran líder político de la revolución sudafricana, espera momentos inolvidables. Cerca de Thahtha, el clan de los Madiba, perteneciente a la etnia xhosa, aguarda el momento de recibir sus restos para protegerlos, cuidarlos y adorarlos como merecen, para honrar al más grande de la familia.

Los veintisiete años que pasó entre cárceles no pudieron derrotar al hombre que había nacido para terminar con la segregación racial de un país fundado cinco siglos atrás por los boers holandeses. Nadie a finales del siglo XVI hubiera apostado por asentarse junto al Cabo de las Tormentas, llamado posteriormente Cabo de Buena Esperanza, doscientas millas al oeste del lugar donde chocan sus fuerzas el Índico y el Atlántico, el verdadero encuentro de los océanos en el cabo de Las Agujas. Hacía falta ser muy valiente para amarrar la flota en aquellas aguas y recorrer las praderas donde hoy habitan los avestruces.

Sin embargo, más complejo era salir de la isla Robben, al sur de Ciudad del Cabo, destinado a convertir la paz de una obsesión para su pueblo. En la pequeña, diminuta y sobrecogedora celda de Robben Island, me contaron que Madiba solía encabezar la hilera de los presos cuando salían a dar un breve paseo por el patio. El primero de la fila podía darle algunas patadas a un balón que se pudría junto a las vergüenzas de una civilización mal entendida. Y hasta eso le quitaron. A Nelson siempre le gustó el deporte. Jurista de inteligencia sobresaliente, había defendido a los de su raza en casos para los que no estaba previsto un abogado. Y quizá esa mentalidad de lucha que se aprende en la escuela cuando practicas algún deporte, anidó con fuerza en el joven Mandela. Nunca halló imposibles en el horizonte. España y su Selección, y cuantos allí estábamos, tuvimos el privilegio de verlo en público, deteriorado, agotado por la vida, en su último acto. Diecisiete años antes, en 1992, uno antes de recibir el Nobel de la Paz, había recibido ya el Premio Príncipe de Asturias a la Cooperación Internacional. España siempre supo apreciar a Mandela y el gran estadista amaba a los españoles. De hecho, en el marco enmudecido, absorto, embelesado, abducido y asombrado del excelso Teatro Campoamor, Madiba afirmó que “nuestra relación con España, que viene de largo tiempo, nos hace pensar en lo que hubiera sido la cultura euroafricana si los elefantes de Aníbal no se hubieran agotado antes de llegar a Roma”.

A la Sudáfrica moderna y pacificada, llegaron otros españoles al inicio de la segunda década del siglo XXI. Tiempo atrás, en el viejo y ya legendario estadio Ellis Park de Johannesburgo, Madiba se vistió con la camiseta verde de los Springboks, el equipo nacional de rugby de la República de Sudáfrica. Y, además, eligió el dorsal del capitán, Francois Pienaar, un hombre de raza tan blanca como las nubes del verano. El número 6. En la final del Mundial de Rugby de 1995, en Ellis Park, jugando contra los afamados All Blacks de Nueva Zelanda, los bailarines de la haka, Sudáfrica sólo tenía un jugador de raza negra. Se llamaba Chester Williams. En pleno derrumbamiento del apartheid, Mandela apoyó al equipo de los blancos y los blancos sudafricanos ganaron la Copa William Webb Ellis, que lleva ese nombre en honor al primer futbolista que tomó el balón con las manos y salió corriendo hasta plantarlo detrás de la portería del campo del Colegio de Rugby, dando nombre al nuevo deporte, mediado el siglo XIX, bajo la atenta mirada de Thomas Arnold.

Al terminar el partido, con la victoria en sus manos, Pienaar dijo por los altavoces del recinto:” No hemos ganado tan sólo para los 60.000 espectadores que estáis en este estadio sino para los 45 millones de sudafricanos que formáis todo el país”. Madiba había usado la carta del deporte para eliminar las viejas barreras, los viejos rencores, las armas del desamor. Recuerdo que, cuando España jugó en Ellis Park, todos sufrimos la emoción de saber que estábamos en un lugar preñado de emociones, de sensaciones y de recuerdos inimaginables. El estadio de las heroicidades más sencillas. Sólo él, en su humildad infinita, podía pensar que “había que trabajar codo a codo con un enemigo para que al día siguiente se convirtiese en un compañero”. Recuerdo haber llorado brevemente, superado por la emoción que produce la sensibilidad de la paz mundial, el gran sueño del líder.

Hoy, cuando su alma camina hacia el lugar de los elegidos y su cuerpo viaja hacia Qunu, recuerdo las palabras de Peter Beaumont, periodista del The Guardian británico, que supo escribir: “Algún día, Madiba reposará en esta colina”. Los herederos de su clan tienen por delante la bellísima tarea de preservar la historia del hombre que llevó a la paz a su pueblo y dio la más espectacular lección al mundo entero. Uno de esos hombres que nunca morirán porque, si no lo mató la cárcel, nunca lo podrán borrar el tiempo ni el viento que acaricia levemente la pequeña montaña.