A Fernando Alonso le debo un montón de alegrías, algunas tristezas,
pequeños madrugones dominicales y, especialmente, casi todo lo que sé
respecto a la Fórmula 1. Es probable que nadie pensara hace diez años
que, a estas alturas de nuestras vidas, nos veríamos sentados frente a la
pantalla siguiendo a un español, dos veces ya campeón del mundo, con la
esperanza de contemplar el tercer título y que lo haga, además, pilotando
un coche con el que, seguramente, todos los niños hemos soñado en alguna
ocasión. Tal vez, ni siquiera imaginamos que un español alcanzara a ser
campeón del mundo una sola vez.
De un tiempo a esta parte, estamos pendientes de un espectáculo difícil de igualar, conocemos a todos los pilotos, sabemos cuáles son sus escuderías y tenemos en la memoria el calendario de las próximas pruebas. Gracias a Fernando Alonso, hemos aprendido cosas impensables y ahora los españoles ya no cambiamos las ruedas sino los neumáticos, repostamos en lugar de
echar gasolina y soñamos con “lo alto del cajón” para terminar escuchando
el himno nacional y disfrutar de las banderas de España y Asturias.
Alonso es un trozo notable de la marca España, que es política de Estado.
De ella debatimos en la Universidad Europea de Madrid el pasado martes,
con Marta Solano, excelente profesional, imagen de TVE en los Juegos
Olímpicos de Londres; Santiago Segurola, periodista sublime, pluma llena
de conocimiento, criterio, sensatez y valentía; y el sabio profesor Luis
Moser-Rotschild. El deporte es la mayor fuerza de esa marca España,
gracias a Alonso y a algunos más. Motivo de orgullo para un país doliente,
deprimido, débil y entristecido.