Los entrenadores son personas sometidas a los vaivenes de la incomprensión. Especialmente si se trata de las peculiares y curiosas rotaciones. Cuando no las hacen, se les critica porque los futbolistas terminan por cansarse y no rinden; en consecuencia, no ganan partidos. Cuando las hacen, resulta que sólo consiguen cabrear a los titulares, futbolistas que juegan siempre bien, que son los mejores y que no tienen razón para quejarse porque ganan no sé cuantos millones de euros al año y tiene gracia que se cansen por dos partiditos de nada cada semana. Y luego, llega el vaivén de la desgracia, que se produce cuando te propones dar descanso a algunos jugadores importantes, cargados de partidos y aburridos de no tener ni un solo día ajeno a la competición porque corres el riesgo de que los suplentes no tengan su mejor tarde y les salga una chapuza de partido que mejor olvidar, es decir, que no aprovechen la oportunidad que se les brinda. Y aquí hay algunas consideraciones tales como que no estén motivados, que estén hartos de calentar banquillo y digan que “en Villarreal, que juegue su padre”, (el del entrenador, siempre el del entrenador), y no vean una pelota de siete a nueve. El entrenador es un tío que siempre se equivoca.
Cuando gana el equipo se gana “a pesar del entrenador” y cuando se pierde, se pierde siempre, naturalmente, “porque el entrenador es una madre, no sabe tratar a las estrellas, el equipo se le ha ido de las manos, no tiene carácter, el equipo le viene grande…”.
Partiendo de esta premisa, a mi modesto entender, el Real Madrid debería viajar hoy a Roma sin entrenador y esperar a ver si esta plantilla que goza de no sé cuántos balones de oro y algunas pelotas de plomo es capaz de vencer cuando tiene que hacerlo ante un rival inferior y en un campo sin público. Basta con que recuerden que son el Real Madrid. En caso contrario, el más tonto del pueblo siempre está en el banquillo, con perdón.