Alfonso resucitó como lo hacen los más grandes, respondiendo a todos los que, de una u otra manera, lo habían querido enterrar. No conozco a muchas personas capaces de aceptar y asumir las contrariedades, de sufrir en la soledad de los gimnasios la dureza de las rehabilitaciones y de padecer en la sombra interior los dolores del cuerpo y los del alma. Todos recordamos aquel muchachito que llegó desde Getafe con ánimo de universalizar su ciudad natal, con la ilusión de un principiante que abrías las puertas del Bernabéu con la misma facilidad que un grande de la tauromaquia abre las de la Real Maestranza de Caballería. Alfonso, aunque parezca un guerrero solitario, nunca estado solo, lo que se dice solo. Arropado por los suyos de forma incondicional, supo triunfar en el Madrid a su manera, soportó la humillación de quienes hundían la Casa Blanca a golpe de billetera, tocó el cielo vestido de verde y blanco y conquistó el corazón de la Sevilla Bética y de todos los españoles marcando goles de ensueño con La Roja. Fueron sus botas blancas las que emigraron transitoriamente a los territorios del barcelonismo y allí cayó en su interior la venganza que no pudo cumplir porque en su tripartito lo catalán pintó más bien poco. Ha vuelto al Betis, otra vez con don Manuel, otra vez con sus béticos, con Cristóbal, el frutero de Triana, con Dani el del Tardón, con Joaquín, Capi, Denilson y sus muchachos. El domingo resucitó de entre todos los muertos del fútbol nacional y se reivindicó de nuevo como mago, como genio, como único. De las botas blancas de un genio salió lo que nadie esperaba, como sale un conejo de una chistera o una paloma de un bastón mágico. El embrujo de Sevilla, su luz y su color especial, una pelota robada en una reyerta callejera, un quiebro, un regate, una fantasía, un vuelo de verde y blanco de gaviota , una improvisación, un recuerdo a Maradona, un guiño al Ronaldo de Santiago de Compostela, una carrera, un cumplido, y un sueño hecho verdad en la meta enemiga, un suspiro para los suyos, una mano a Víctor desde la terraza de su casa en el hoyo 14 del Zaudín, como si la mano hechicera de Bryce Barclay embocase su mejor albatros, un estruendo, al fin, en las tribunas, la gloria, el todo y la nada: el gol. Poco después de la cinco de la tarde, hora de leyenda, de sangre y arena, de sudor y bramido. Nos reencontramos con el fútbol. Gracias, genio. ¡Qué bonitos, qué bonitos, son los goles de Alfonsito…! Brindo por ti.