Para los que nacimos después de las Copas de Europa del Madrid en blanco y negro, nuestra referencia se llama Maradona. Diego fue el artista de los años ochenta, el mejor futbolista de la década. Recordar aquel 10 de Boca o al de la albiceleste hace que un escalofrío te recorra los rincones del alma. Su gol a Inglaterra, en el mediodía del 22 de junio del 86 sobre la hierba del Azteca, quedó en los ojos del planeta del mismo modo que permanece el relato de Víctor Hugo Morales, “en la jugada de todos los tiempos, barrilete cósmico, de qué planeta viniste…”. Un genio capaz de convertir en real lo que para cualquiera hubiera sido imposible soñar. Quizá la vida de Diego fuera un sueño que una noche se transformó en pesadilla. Fue un lujo para Boca Juniors, más tarde para el Barcelona, tocó el cielo con el Nápoles y bajó a los infiernos en el mismo lugar y a la misma hora y allí, dejó el recuerdo de una noche del 90, en San Paolo, vestido de Argentina contra la azzurra y mirando a la tribuna mientras insultaba a la Italia rica en defensa de la desfavorecida del sur. Luego, Luis Cuervas, uno de los grandes presidentes de la historia del fútbol mundial, lo llevó a Sevilla. Venía de vuelta de todo tras haber dejado en los libros los mejores quiebros, regates, filigranas, caracoleos, disparos, pases, goles de todos los colores y el clamor de millones de hinchas apostando por el Diego. Maradona ha sido el más grande, incluso para hacer trampas a la vida. Se la metió con la mano a Inglaterra y luego se quedó solo, en fuera de juego de sí mismo. Ahora, dormido, sedado, en coma farmacológico, en una clínica de Buenos Aires, el pibe de la luna, como le cantó Mimmo Politano, el cantautor de los pobres, sueña con volver a ser aquel Maradona que prometió que haría todo por Dalma y por Giannina, por sus hijas, el mismo que escapó a Cuba huyendo de la droga, el mismo que un buen día nos dejará para siempre, y que sea tarde, aunque su recuerdo habite siempre nuestros corazones.