El sábado disfruté muchísimo viendo jugar a Fran Yeste y Xavi. Me pareció maravilloso contemplar el golazo del Athlétic por la ejecución, por el disparo sobre la marcha, sin permitir que el balón tocase la hierba y la velocidad del tiro. Me asombré ante un quiebro en el aire al marcaje de Puyol cuando un guante apareció variando la trayectoria de la pelota y dejó clavada la defensa del Barça. Pero también me tuve que restregar los ojos ante las apariciones por el medio campo de Xavi, un futbolista de calidad extraordinaria que no es más famoso ni está más considerado porque, en lugar de ser inglés, nació en Terrasa. Su disparo al travesaño, a la misma escuadra de Aranzubía me reconcilió con el buen gusto por el fútbol porque fue un ejemplo de categoría, de visión del juego y de puntería fina. Por si esto fuera poco, el domingo por la noche, Joaquín me revolvió la conciencia con quiebros y requiebros, regates, taconazos en forma de autopase, recursos de belleza sin par en un campo que no animaba a mucho. Y entendí, en medio del marasmo, que el taconazo explosivo de Joseba Etxeberría haciendo la pared con Iraola no era fruto de la casualidad. Que todo eso que hemos vivido este fin de semana resulta el producto de una generación de futbolistas españoles, criados en nuestras canteras, que gozan de la técnica más depurada y de la imaginación más fantasiosa que se pueda soñar. A veces, tengo la sensación de que les falta confianza para atreverse, que tiene miedo al error. Si conseguimos que vivan en el descaro, serán tan estrellas como los que vienen de fuera, que cuestan el doble, ganan el triple y no siempre rinden más.