Me acuerdo de mis primeras experiencias en el fútbol. Eran partidos que se jugaban a las tres y media de la tarde en el viejo estadio de “El Molinón”. Después de tomar con mis padres un aperitivo en “Casa Marcelo”, bueno ellos un vermú y yo una cosa mezclada entre granadita y sifón que sabía a caramelo y, por supuesto, unos calamares fritos que aún no han sido superados, comía a toda pastilla y enfilaba por el Muro con mi hermano Manolo hacia el campo. Eran partidos tempranos porque los campos no gozaban de luz artificial. Ví jugar al Badalona, al Real Unión de Irán y vibré con Cobo, Medina, Alonso, Uribe, Puente, Eraña, Lavandera, Montes, Solabarrieta, Pocholo y Amengual. Aquella fue mi primera liga, la primera de tantas. Desde entonces, miles de hombres y mujeres, repartidos por la humildes, modestas y nunca bien ensalzadas federaciones territoriales, se ocuparon de mejorar el campeonato, de crear una competición profesional y de dotar al fútbol de la magia de hoy. En el Madrid jugaba Amancio, en el Barcelona Fusté, en el Valencia Mestre, en la Real Sociedad, Boronat… y en el Oviedo Marigil. Ya ha llovido. Y todo ha mejorado tanto que, ahora, disfrutamos de la liga de las estrellas, de la mejor liga del mundo, de los mejores futbolistas y de la mejor organización. Mirando hacia atrás sin ira, y con el amor de los años como dibujo de una bella perspectiva, los días en los que los futbolistas portaban las porterías al hombro han pasado a mejor vida. Vivimos un fútbol profesionalizado, especializado, de alto standing, un fútbol que comprota la envidia del resto del planeta y eso, todo eso, lo han hecho posibles los humanos, los trabajadores de cada día en las instituciones, en la Liga Profesional, en los clubes, en la Real federación Española de Fútbol, en la sucursales autonómicas, en los ayuntamientos, en las peñas, en los bares y en cada rincón de nuestra España que ama el fútbol como a sí misma. Este artículo solo pretende reconocerles el enorme mérito de su maravilloso trabajo. Gracias.