Confieso muy sinceramente que soy de Torres. Desde antes de que debutase con el primer equipo del Atlético de Madrid hasta nuestros días, soy de “El Niño”. Mis expresiones de hoy no resultan, por ello, fruto de la oportunidad ni de la casualidad, antes bien nacen de la causalidad. Un gran jugador siempre puede hacer grandes cosas; un gran goleador siempre puede anotar grandes goles. Y los marcará esperando en el punto de penalty, entrando en diagonales desde el pico del área, llegando desde la media punta o irrumpiendo en un contraataque mortal.
Los goleadores pueden llevar cualquier número en la espalda y situarse en el campo como y donde más les plazca. Cesc marca casi siempre desde el mismo sitio, dentro del área, y se le llama falso nueve. Lo único falso de un nueve es que no marque goles. Marcó otro de nueve aunque lleve el 10. Los dos, Torres y Cesc son un 10.
A Fernando no le fue bien esta temporada en el Chelsea pero llega fresco, con ganas, con ansias de golear, de ejercer su oficio. Recuerdo que, cuando nos probamos los uniformes de la Eurocopa, coincidimos en la sala y le dije: “Mira, Fernando, he apostado tantas comidas y cenas a que revientas la Eurocopa con tus goles que si no lo haces me meterás en Ley Concursal; serás mi ruina”. Me miro como miran los niños, con esa sonrisa pícara y me respondió: “Si me estás animando, que sepas que ya vengo motivadísimo…pero me acordaré de ti”.
Por eso, y por el cariño mezclado con mi sincera devoción futbolística, no me sorprende su brillo. La vaselina que le tiró a Buffon sólo sale de un delantero que confía en sí mismo. Y Fernando tiene detrás a Busquets, Xabi Alonso, Xavi Hernández- el chico del frac-, y dos magos, Iniesta, llegado desde Fuentealbilla, tan manchego como Don Quijote, y David Silva, venido desde el sur de Gran Canaria, para jugar al fútbol con chistera, como si fuera David Copperfield.
Me alegra su éxito porque es el de todos y, siendo egoísta, también el mío. Torres merece el respeto universal.