22 Jun, 2012

Quini, “El Brujo”.

Cuando los niños merendábamos bocadillos de nada y caminábamos tres kilómetros para ir a la escuela, cuando los coches de la policía daban miedo, cuando los ojos de los asturianos lucían miradas tristes, cuando las fotografías se hacían siempre en blanco y negro y la vida era una ausencia de colores, llegó Quini.

Recuerdo que lo fuimos descubriendo poco a poco, como si se tratase de un nuevo mundo, como una América del fútbol, y comenzamos a disfrutarlo deprisa, por si se terminaba pronto, a valorarlo desde el primer día, por si acaso fuera un espejismo. Enrique fue una orquídea en el desierto de las ilusiones. Transcurría el final de los años sesenta.

“El Brujo” entrañaba una esperanza para todos, una belleza, una locura, una sensación de sensaciones, una libertad atrapada que comenzaba a escaparse entre las rejas, un espíritu santo que deseábamos ver volar redentor sobre nuestras cabezas. Buscamos a Quini como quien persigue un  signo de alegría, el abrazo solidario, la imagen del gol, la corazonada de que había premio al final aquel sendero oscuro de huelgas en las cuencas mineras y seres humanos podridos en las cárceles por descalcificación. Era la Asturias del “Paisano”, de Horacio Fernández Inguanzo y tantos otros que nunca pudieron ir al fútbol los domingos.

“El Brujo” hechizó nuestra infancia de goles y llantos, de sonrisas y saltos, de corazones encogidos en Segunda, de  emociones enloquecidas en Primera y nos obsequió la imagen de un líder sólido, tenaz e inteligente en aquella vieja Europa, la misma que hoy se tambalea por sus propias veleidades.

Una mañana, en el ejercicio del periodismo y con apenas diecisiete años, pregunté en la banda del centenario “El Molinón”, a la sombras de su tribunas inglesas de madera antigua, por qué lo llamaban El Brujo. Enrique Morán, que estaba cerca haciendo estiramientos, me escuchó y aguardó el tiempo justo para que Quini, mi querido Enrique, cuajase un remate de volea, en media chilena, cruzando el balón a la escuadra del poste contrario: “Por eso, Gaspar, por eso lo llamamos “El Brujo”. Porque hace brujerías”.

Cuando recibí la noticia de su secuestro, me estremecí como todo Gijón, como toda Asturias, como toda España. Veinticinco días después de ese mismo mes de Marzo del ochenta y uno, con la asonada militar aún caliente, Quini fue liberado mientras España jugaba y ganaba en Wembley a Inglaterra, y sus raptores capturados. Lo primero que dijo Quini en el juicio fue: “Señoría, perdónelos, yo ya los he perdonado”. Lo conocí yendo con mi padre, que era el verdadero Gaspar Rosety, el bueno, el genial, el hombre de la voz maravillosa, mi espejo lejano desde más allá de la muerte, en una cafetería que regentaban en Avilés: “Jeskif”. Jes, de Jesús, Ki, de Quini y F de Falo, el tercero de los hermanos. Jesús, excelente portero, “Susi” para nosotros, murió en la playa de Pechón mientras salvaba la vida de dos adolescentes británicos. Un héroe después de vivir.

Quini representa la potencia, la puntería, la fortaleza, la intuición, la inteligencia, el esfuerzo, la generosidad, el amor por las cosas buenas, la bondad en sí misma ensimismada y muchas otras cualidades que no cabrían un folio que, pasado por el corazón, sería un folio en rojo y blanco. En la reflexión sobre este hombre, gran hombre pues de grandeza infinita está hecho, en la meditación sobre su vida, me inspiran los momentos contrarios a los que lo convirtieron en estrella. Humana paradoja.

Me refiero a la soledad que, como dice una canción reciente, es la musa de todos los poetas. Desde el secuestro a su superada enfermedad, hay cosas que sólo él puede analizar y conocer, el sufrimiento de la soledad del líder, del que debe decidir en décimas de segundo arrollado por una defensa marrullera, la soledad del líder de la manada que tiene que elegir sobre la marcha qué camino ha de seguir para proteger a los suyos, la soledad, al fin, del ganador, del campeón, del gran futbolista, de la excelsa figura por todos alabada, del genio de las áreas, cuando te quedas mano a mano con la almohada de cualquier hotel…

Quini es, más que el escudo del Real Sporting, el alma del sportinguismo. Yo jamás le pondría el nombre de Quini a una puerta, ni siquiera a la 9. Si Jesús, fue un héroe al morir, Quini es un héroe en vida, el héroe de mi infancia, de mi adolescencia, de mi vida y de otras muchas vidas. Lo que Quini se merece es que el estadio que se ofrece al final del Parque de Isabel La Católica, entre el Molino Viejo y el río Piles, ese campo con olor a Cantábrico de olas y vaivenes, de brumas norteñas y estruendos de goles, se llame “Estadio de El Molinón, Enrique Castro “Quini”. No se merece menos, ni él ni todos nosotros. Si alguien tiene esa sensibilidad…habrá llegado al corazón de lo rojiblanco, al alma del fútbol. Ese día, un balón, un rugido, el dulce sonido de las redes al ser golpeadas, la foto en color de un 9 que se levanta como un dios griego en el punto de penalty y el sentimiento de todo un pueblo,  las sonrisas de los niños, se encerrarán para siempre en una lágrima de emociones incontenibles. Pero si no llegase, el aire de El Molinón siempre será la frangancia del Brujo.

Publicado en SPORTYOU el 22 de junio de 2012.