Casi nadie lo esperaba. Casi nadie lo creía. Casi todos estaban ya de vacaciones y los que quedaban tenían que marcar once goles y no encajar ninguno. Era el 21 de diciembre de 1983. Y allí nació el grito unánime de una afición insuperable.
RFEF.- 25-11-2013. Gaspar Rosety.
Miguel Muñoz concentró al equipo en Alcalá de Guadaira, en el Hotel Oromana, un remanso de paz rodeado de bosque y serenidad con ciertos aires monacales. Muñoz era un hombre especial, transmitía seguridad, sabiduría, conocimiento. Lo tenía todo. Había sido campeón entre los campeones y gozaba de una personalidad excepcional.
Siempre recuerdo sus pantalones con la raya tan bien marcada que podría cortarse con ella una barra de pan. Sus zapatos bien lustrados, su mirada perspicaz, de tipo pícaro y gracioso, de ciertos humos, de ciertos aromas de la colonia que perfuma al que viene de vuelta de todo. Un notable castizo.
Los futbolistas estaban tranquilos. Casi ninguno pensaba que se le podían meter once goles a ninguna Selección del mundo, por mucho que aquella fuese la cenicienta, con la que ya había jugado España en La Valetta, en el Estadio Nacional de la Isla de Malta. Ni tampoco el aficionado, más preocupado, quizá, de las compras navideñas, de las vacaciones de los niños, del ocio que llegaba, hasta el punto de que el estadio Benito Villamarín, antes de iniciarse el encuentro, apenas registraba media entrada, veinticinco mil valientes.
Y fue allí donde se obró el milagro y el lugar en el que la afición sevillana, representante de la española, marcó un antes y un después. Estábamos en el descanso cuando el marcador señalaba un tímido 3-1 a favor del equipo nacional. A Buyo le marcó el gol en propia puerta Antonio Maceda, que pasó a la historia como el autor del último gol cuando, en verdad, había sido Juan Señor. Sin embargo, las cámaras de televisión se fueron a por el rubio central del Real Sporting de Gijón y media España pensó que era suyo el minuto de gloria del final del año.
En el descanso del partido, Muñoz les dijo a sus hombres que si ellos no creían nadie lo haría por ellos. Pero se encontraron con una enorme sorpresa: la afición, con el estadio lleno tras abrirse las puertas en el entretiempo, los recibió al grito de ¡¡Si, sí, sí, nos vamos a París!!”… Y aquello se transformó en una corriente de aire fresco y de ilusión. Si creían los espectadores, cómo no iban a creer los futbolistas. Esa fue la clave de la victoria. El empuje de los españoles calentó a sus futbolistas que se fueron directos a por la goleada que el propio Miguel Muñoz había calificado de “milagro” al comienzo de la semana de concentración de Oromana.
Aquella noche, en la que el fútbol español acreditó su calidad, además de su furia, comenzó una época en la que los ciudadanos empezamos a creer, después de un Mundial triste y apagado, que la Selección nos daría alguna vez las grandes alegrías que merecía. Tardaría todavía veinticinco años pero mereció la pena esperar. Y a aquellos héroes de la noche sevillana, se les recordará para la eternidad. Para empezar, nos llevaron a la final de la Eurocopa en el maravilloso escenario del Parque de los Príncipes de París.
Cuando los periodistas llegamos al Hotel Oromana, nos fundimos en una piña con los futbolistas y los aficionados. Aquella noche, como tantas otras gracias a ellos, habíamos ganado todos.