Cuando Rafael Nadal no consiguió romper el servicio de Nole en el cuarto juego del último set, después de haber disfrutado de otra bola de rotura cuando el marcador reflejaba un inquietante 0-1 a favor del serbio, confieso que me vine abajo y di el partido por perdido: Rafa había estado a dos puntos de cerrar la semifinal en el cuarto set con 30-30 y saque, pero Djokovic forzó el desempate y acabó finalmente por hacerse con ese set. Esta es la diferencia que le separa del resto, mientras casi todos nos hubiéramos dejado ir Rafa continúa, con la fe del carbonero, hasta el final.
Lo malo que tiene convivir con estos genios del deporte es que uno no es consciente de su auténtica dimensión hasta que no se retiran; la prodigalidad de las victorias nos hace olvidar la excepcionalidad de las mismas, días de vino y rosas durante los cuales los largos barbechos pasados y futuros no existen, no se conciben. Esa misma inmediatez con la que vivimos los triunfos no nos puede condicionar nuestra percepción hasta el punto en que no seamos capaces de aprehender los valores de las personas que los han hecho posibles, de que no podamos calibrar en su justa medida la importancia social y deportiva de los logros obtenidos.
Con veintisiete años recién cumplidos los límites del manacorí siguen sin estar escritos: quizás la última meta que se plantee sea superar los 16 Grand Slam de Roger Federer pero, aunque sus problemas físicos no se lo permitieran, su nombre ya está escrito en la historia, es leyenda, el dios mítico de la tierra batida del que se seguirán cantando gestas cuando ya todos seamos parte de ella; como con Indurain, como con Juan Carlos Navarro, como con Iniesta, siempre podremos decir ¡yo estuve allí!