Ha llegado la noche literaria, la noche aterida y atenazada, la maldita y bastarda noche de escribir con el corazón y el alma henchidas de dolor, rabia y pena. No son letras lo que ven, son lágrimas que caen de mis mejillas y se vuelven palabras que apenas pueden expresar y, aún menos, trasmitir como me siento y cuan pequeño soy.
Nicolás, mi hermano Nicolás se ha ido, harto de vivir sin vivir, de sentir sin sentir, de llorar sin llorar. Nicolás, mi hermano Nicolás, nunca fue feliz, no le dejaron serlo, entre los unos y los otros destrozaron, hasta hacerlo jirones, a un niño grande que siempre rebozó bondad; una bondad que le emanaba a borbotones, a raudales por todos los poros de su piel. Él era el más bondadoso de todos, el que nunca miraba la hora si de arrimar el hombro se trataba, el de las largas y pausadas tardes en Triana, la calle de las miradas perdidas, la calle de los encuentros y desencuentros, la calle de la historia perenne e inmemorial.
Nicolás siempre estará sentado en alguno de sus bancos, con la vista extraviada y sumergido en su mundo interior, ese que día a día lo iba consumiendo, y lo que es peor, lo iba venciendo irremediablemente. Y no será figura de bronce, ni etéreo ni hiel, será recuerdo y miel. No hubo renuncias, ni huidas hacia adelante, ni tan siquiera falta a lista, sólo hubo hartazgo, mucho hartazgo.
Me cuesta, me duele escribir. Tengo que ir parando, tengo que resoplar y vuelta a empezar, de nuevo a la casilla de salida. ‘Déjà vu’, eso ya lo he vivido y revivido hasta entrar en los intrínsecos campos de la locura, allí donde no existe asepsia alguna, allí donde el umbral del dolor alcanza parámetros inimaginables. Allí donde Dios dejó de ser Dios para fallarnos y fallarse a si mismo. No hay cura para su ausencia, ni consuelo, ni hostias, no hay nada; sólo vacío, preguntas sin respuestas, silencios rotos, lágrimas que caen de forma intermitente por mis mejillas mientras mi hija Vega, de 3 añitos, me pregunta mientras me mira si lloro por mi hermano Nicolás que está malito. ¿ Y qué responder a la inocencia?. La nada por la nada, la maldita y famélica Muerte, la prostituta de la Vida, esa que se ofrece, que se da, que se insinúa a cambio de robarnos el tiempo y las ilusiones mundanas. ¡Maldita!, mil veces maldita, odiosa y repelente serpiente policéfala, Hidra malvada que te anudaste al cuello de mi hermano desvalido y enfermo de pena para apretar hasta asfixiar. Muerte, empática del sufrimiento y el dolor ajeno.
¿ Y ahora qué hermano?, ¿ qué hacemos?, ¿cómo nos levantamos del batacazo?.
Desearía retroceder el tiempo, ser ubicuo y asirte de la mano para elevarte de abajo hacia arriba trazando un hermosísimo e inolvidable vuelo sin motor. Y tras ello reírnos a mandíbula batiente de todo y de todos.
¡Ay Nicolás, mi, nuestro Nicolás!, no puedo levantarme, aún no hermano, todo demasiado cercano, demasiado fresco, demasiado profundo y profuso.
Me aferro a los recuerdos, a nuestros recuerdos. La algarabía de nuestra casa, los juegos, las risas, los llantos, cuando te esperaba a que salieras del Claret para irnos juntos a casa, los partidos de chapas, los prestamos que me hacías, tu llegada a la Policía Militar 113 donde te acuné y te protegí con todo el cariño que un hermano puede dar. Luego volaste solo, y bien que lo hiciste. Querido y respetado por superiores y subordinados. Nadie puede decir nada malo de ti, nadie.
Tras salir del ejército comenzó tu viaje a los infiernos, las sombras se hicieron más grandes y las luces se fueron apagando. Regresaste a casa de mamá y ella te acogió dichosa y gustosa. ¡‘Colacho’ ha vuelto a casa! exclamó. Para entonces yo ya me había ido a Valencia donde formé familia y asenté mis dominios. Me fui sin terminar de marcharme del todo, nunca lo hice. Lo juro.
¿Y qué decir de mamá?, ¿qué más que ya no se sepa? La madre que entierra al hijo, la madre que poco dada a exteriorizar sus afectos se rompe y se desgarra por dentro queriendo aparentar que todo está bien y que nada sucede sin un porqué. La madre hipertensa que como un furibundo volcán expulsa a borbotones la lava que la quema y la correo las entrañas. La madre que se vació, que se dio hasta la extenuación por recuperar a su hijo, la madre que se plantó delante de la vida y sin dejar de mirarla a la cara le espetó, le gritó, le vociferó : “ a mi hijo, déjalo de una puñetera vez, ser feliz”. La madre y el hijo, siempre en comunión, siempre buscándose, nunca desorientados ni perdidos. La cuna, el capazo, los pañales,…La obra perfecta, el advenimiento, el traspaso de poderes; en definitiva, el milagro de la vida.
Mi hermano Nicolás se movía entre monosílabos, no era de frases largas; muchas veces inexpresivo, sin mostrar ni mostrarse. Agazapado y mimetizado en sus largos y prolongados silencios hacia de ellos su ‘modus vivendi’. Hizo de esos silencios su coraza, su escudo protector, su laberinto cretense y fue ese mismo laberinto el que se apoderó de su atormentada y doliente mente para doblegarlo y vencerlo. Paz para los caídos en combate, porque lo que tengo claro es que mi hermano luchó hasta los límites de lo humano por salir de la oscuridad.
Perdóname si alguna vez no supe llegar a ti, o no supe darte lo que necesitabas. Perdóname por no parar tu caída, ni tan siquiera intuirla. TE QUIERO, TE QUEREMOS HERMANO. D.E.P.
DIEGO DE VICENTE FUENTE