Hay un grupo de personas al que admiro profundamente, tanto por sus recorridos personales como profesionales. En ese selecto grupo, puedo citar a Irene Villa, desde que la conocí cuando era una niña, o a Eduardo Valcárcel, director de la Escuela de RFEF, de cuya amistad y compañerismo me siento honrado y orgulloso, y a Teresa Perales. La historia de la nadadora aragonesa es tan ejemplar como la de otros muchos pero goza, además, de la repercusión social que ejerce el mundo del deporte, eco para mostrar al mundo sus grandezas.
Teresa salió a festejar la noche del 10 de mayo de 1995 la victoria histórica del Real Zaragoza en la Recopa de París, la noche de los sueños del Parque de los Príncipes. Tenía diecinueve años y no pudo volver a andar. Sin embargo, no se rindió, como tampoco lo hizo Irene, tras un brutal atentado terrorista, ni Eduardo, al que un camión segó de cuajo la pierna izquierda. Todos ellos son ejemplo de lucha y superación, palabras que quizá les suenen manidas porque solo su historia puede ser comprendida en sí misma, sin atreverme, desde la modestia de esta pluma, a calificarla en modo alguno por temor a quedar corto.
Teresa Perales, nadadora, medallista olímpica, escritora, política, esposa y madre, acaba de regresar de Eindhoven con siete medallas sobre siete posibles. Ahora que no anda, navega sobre el oro de su fe. Su sencillez para encarar la vida, el valor para continuar, nos deja un ejemplo que comparten otras personas con distintas capacidades físicas que nos enseñan a diario lo importante de la existencia. Como Irene, Eduardo y otros muchos. Modélicos.