Recuerdo mi niñez por las calles de Gijón, con aquellos partidos inolvidables sobre la playa de San Lorenzo o entre los bancos de los Jardines del Náutico. Desde las pelotas de trapo o de papel de periódicos atrasados hasta aquellas de “Ceplástica” que volaban como globos cuando les pegabas de rosca. Y tengo grabado a fuego que yo quería ser Amancio y mi hermano decía que él era Velázquez.
También me acuerdo de las horas de espera junto al hotel Hernán Cortes, frente a Correos, donde aguardábamos a que los futbolistas aparecieran para firmarnos autógrafos. Salía un señor, impecablemente uniformado, pantalón gris, chaqueta negra y el escudo del Real Madrid. Se llamaba Luis Velerda y era el masajista del equipo. Nos tranquilizaba y decía que al terminar la cena bajarían Amancio, Velázquez y todos los que quisiéramos. Y así sucedía. Vestían de manera impoluta, transmitían el señorío de los grandes caballeros, la imagen de los deportistas más importantes y, al tiempo, los más humildes. En un club, en aquel Real Madrid de don Santiago, en el que el masajista iba con corbata, se podían imaginar cómo eran las estrellas. En verdad, nos atendían con mucha amabilidad, como si formara parte de su educación, no de su salario.
Entre todos ellos, Manolo Velázquez encarnaba la presencia señorial, la vivía imagen de los valores que debía mostrar el Real Madrid. Estoy seguro de que Velázquez era elegante con pijama y batín, como un Arturo Fernández de los campos de fútbol, al que todo le quedase bien. Manolo llevaba el número diez en la espalda, un dorsal que marca distancias, se desenvolvía con visión de juego, toques precisos, movía las piernas con ágil suavidad y su puntería parecía infalible. Fino interior. Serena, Amancio, Grosso y Gento disfrutaron de su fútbol. Velázquez era un surtidor de balones y un pintor capaz de dibujar una pelota en un vuelo con destino al gol.
Tuve la gran fortuna de tratarlo cuando ejerció como imagen del Real Madrid y recuerdo haber viajado con él y con Amancio, mi ídolo de la infancia, al que Velázquez siempre llamaba “el Fifo”, por sus partidos con la selección mundial.
Se ha marchado con setenta y dos años, demasiado pronto, demasiado joven, pero su vida será recordada siempre por su bondad infinita, su carácter conciliador, sus maneras suaves y su carácter siempre prudente y firme envuelto en una suavidad que solo respondía a la seda que envolvía sus pies para disfrazar las botas de impecables lienzos, obras de arte dignas de un gran museo. Fue una verdadera fortuna tratar de mayor con mis ídolos de niño, como sucedió también con otros como Quini o Luis Suárez, con el que recorrí una tarde, al igual que con Amancio, el maravilloso paseo desde el Orzán hasta el estadio.
Velázquez representa, y así será eternamente, el Madrid de la mitad de siglo, el de los grandes futbolistas y los grandes señores, de los pintores de sueños ricos en colores para un país que vivía duelos en blanco y negro. El Madrid de la elegancia y el señorío. Apenas se acaba de ir y ya lo echo de menos.