Los que hemos nacido en un pueblo y hemos crecido jugando al fútbol en las verdes praderas del norte tenemos los conceptos del formativos grabados a fuego. Los que íbamos a jugar, siendo críos, a esos campos de Dios donde unos paisanos desinteresados nos preparaban el campo, pintaban las rayas de cal, se ocupaban de limpiarnos los uniformes cuando nos llenábamos de barro hasta los ojos y nos enseñaban a sacarle brillo a las botas, aquellos paisanos que tanto nos enseñaron, abrieron a nuestras vidas un concepto irrepetible.
Nos enseñaron el amor por el deporte, por el fútbol, por el trabajo en equipo, por la solidaridad, por el esfuerzo colectivo, por las ganas de aprender más en el colegio y poder ganarnos el premio de ir a entrenar un par de tardes y a jugar los fines de semana. Nuestros padres, y aquellos directivos de aldea, jamás remunerados ni suficientemente agradecidos, nos acercaban a los patatales donde practicábamos fútbol infantil mientras llovía a mares.
En esos campos pobres, los directivos nos quitaron los mocos, secaron nuestras lágrimas y nos hicieron personas. Construyeron sobre el balón una de las mejores labores sociales y educativas con hijos que no eran sus hijos, a cambio de nada.
Cincuenta años después, el CSD ha descubierto que, siendo aficionados que no cobran, deben responder de las pérdidas. Y los que ayudan por cincuenta euros al mes deben darse de alta en la Seguridad Social, porque reciben un sueldo de cincuenta euros para echar gasolina al coche y pagar los bocadillos de los niños. Los que mandan ahora o nunca han sido padres o no se enteran de nada.