El estado del deporte español se mide, desde los Juegos olímpicos de Barcelona de 1992, por las medallas y los éxitos. A esos logros han contribuido muchísimas personas, entre ellas, gentes de la más humilde y modesta condición, que sacrifican sus vidas y las de sus familias todos los fines de semana para ayudar a que los niños crezcan desde la base en el ejercicio de la actividad física. Son incontables los padres y abuelos que se levantan al amanecer para que sus hijos o nietos puedan disfrutar del ocio encaminado a la práctica deportiva.
Sin estos voluntarios nunca reconocidos, España no habría logrado jamás alcanzar el medallero de unos Juegos ni las copas y victorias de diversos deportes. Es lo que me gusta calificar como el deporte de familia, que precede muchas veces al deporte escolar y, por supuesto, al deporte universitario. Tal vez nos sorprendamos al hablar de deporte escolar o universitario pues más bien brillan por su ausencia. En los países más avanzados, y Estados Unidos lo es en este aspecto, los institutos y las universidades son el vivero de los grandes deportistas. Aquí, todo ese trabajo, lo asumen las familias y los monitores del deporte de base, a quienes ahora se pretende sacudir un nuevo impuesto que parte desde el Consejo Superior de Deportes.
Los países modernos dedican inversiones al deporte de los colegios, institutos y universidades mientras España se queda atrás porque lo único que da fama, falso crédito o vanidad es el deporte profesional. Por eso, el Estado y su máximo representante, el presidente del CSD, se ha aliado en una campaña absurda con el presidente de la Liga de Fútbol Profesional. No es sencillo entender por qué aquel que tiene como gran responsabilidad el deporte aficionado y la salud de sus ciudadanos se sube al carro de lo profesional, allí donde el Estado tiene poco recorrido. La sensación matrimonial que transmite la pareja Tebas-Cardenal ofrece muchas dudas de su eficacia para las arcas públicas y se intuye mucho negocio para los operadores de televisión y empresas interesadas que bien conoce su compañero de andanzas. Cardenal, que vive dedicado a oler el rastro del presidente liguero, se ha rendido a las glorias del poder y la fama sin saber, ni reflexionar, que ambas cuestiones suele resultar efímeras. Los mejores políticos no salen todos los días en la televisión.
Por suerte, aún nos quedan padres y abuelos, monitores, entrenadores, jueces deportivos, utileros, que luchan por sobrevivir a la crisis ética y económica y que encuentran tiempo para que sus pequeños puedan hacer deporte. Aunque Tebas y Cardenal no se lo televisen. Nos quedan las familias. Lo demás huele a fracaso social y ahí le duele. Porque el Estado debe ayudar a los más modestos y no a los más ricos.