Desde que nacemos, vivimos para los derbis, esos partidos domésticos que se convierten desde la más tierna infancia en una razón para vivir. No importa que pertenezcamos a grandes ciudades cercanas o a barrios enfrentados por una tradición con olor a linimento. No importa que un equipo vaya el último en la clasificación y el otro el primero porque en los partidos así no hay más distancia que la emocional. Lo que, en verdad, interesa es la fecha del calendario que se marca en rojo pasión, cuándo jugamos allí y cuándo nos tocan en casa. Las fuertes rivalidades son grandes historias de amor ensordecidas, desamores perpetuos o cuentos de nunca acabar.
Son partidos que duran quince días, una semana antes y la de después, y siempre hay víctimas y verdugos, justificantes para el resto de males que acechan a la sociedad moderna. Un buen resultado justifica cualquier acción u omisión y una derrota sirve para ejercer la protesta ante la injusticia filosófica, que suele llevar apellidos de árbitro. Un derbi no son ciento cincuenta kilómetros de distancia y ni ciento cincuenta centímetros de proximidad; es un milímetro del corazón acariciado o herido por un gol en el descuento, por un penalti que no fue, por una caída que no se pitó, por una tarjeta amarilla que no se mostró o por una cartulina roja que tiñó el cielo de desgracia.
Un derbi son familias encontradas en la discusión, voces que sueltan veneno en grandes dosis, maldiciones seculares por la mera razón de existir. En un partido de rivalidad máxima, la gente no quiere que el rival pierda; pretende que desaparezca. Y, en medio de esa literatura del absurdo, emerge el fútbol como elemento de cohesión, como libertad de los buenos sentimientos que se enlazan a través del deporte. No sería igual un Boca sin River, un Madrid sin Atleti, un Betis sin Sevilla ni un Flamingo sin Fluminense. Por supuesto, tendríamos que crear otro Dépor y otro Celta, si no existieran, para que las aldeas, los pueblos, las ciudades y las provincias pudieran disfrutar lo que estos días cálidos de barra de bar, de banco de parque al atardecer, de lluvia sin freno sobre los paraguas. Esa disputa por la supremacía de cada tribu encuentra su máxima expresión en el fútbol. Una conducta adecuada, una convivencia pacífica y unas reacciones razonables convierten la distancia en cercanía y el fútbol en arte, es decir, hacen que la vida sea cultura.