Ha muerto una persona muy especial, que ha ocupado muchas horas de mi vida profesional. Ha muerto Gil y decir Gil es decir Jesús Gil y Gil, como si no hubiera existido nunca otro Gil que no fuera él. Lo conocí por teléfono en los años ochenta, quizá ochenta y seis. Llamaba todas las mañanas a la redacción de ‘antena 3 de radio’ y hablábamos durante algunos minutos, diez o quince casi siempre. Otras veces lo llamaba yo. Eran conversaciones distendidas en las que me explicaba sus teorías, novedosas y vanguardistas ideas, acerca del mundo del fútbol. Sus conceptos tenían más que ver con la empresa, con el equilibrio de los balances, con la génesis de ingresos que no se contemplaban por aquel entonces que con las ideas reinantes. Gil me hablaba cada día de las deudas, de las quinielas, de los ingresos atípicos, de la venta de camisetas, de merchandising… en fin, de cosas que hoy nos parecen normales pero que, hace dieciocho años, sonaban a futuro imposible.
Durante aquellas charlas, Jesús era un hombre prudente, que hablaba de forma pausada, moderada, claro en sus explicaciones y suave en la presentación de sus ideas. Resultaba complicado llevarle la contraria porque utilizaba un latiguillo final en el que siempre solicitaba la aprobación de quien le escuchaba: “¿estás de acuerdo conmigo, no te parece?”. Y, claro, no era fácil decirle que no. Pocas veces, muy pocas veces discutimos. Cuando mi opinión no casaba con la suya, me respondía diciéndome que yo no sabía determinadas cosas que él sí sabía y que si yo las supiera, por supuesto, pensaría como él. Yo le decía que no, que también yo conocía secretos que le eran ajenos. Discutíamos a nuestra manera pero discutíamos. No hacerlo con Gil era imposible. Aquellas conversaciones duraron algún tiempo. Y, poco a poco, Gil fue creciendo hasta llegar a la candidatura a la presidencia del Atlético.
Antena 3 radio, con José María García, apoyó de forma descarada la opción de Gil, especialmente contra Enrique Sánchez de León, que siempre me pareció un señor de pies a cabeza y un excelente candidato. García mandaba mucho en aquellos tiempos y Gil salió presidente gracias a eso y, especialmente, al fichaje Paulo Futre y su expresividad, a su lenguaje claro, rotundo y populista. La aparición con el futbolista portugués rompió todos los pronósticos, dejó sin efecto los esfuerzos electorales del resto de candidatos. Gil comenzó un reinado muy personal salpicado de grandezas y miserias propias del ser humano.
Una vez en la presidencia, dejamos de hablar por las mañanas. Llamaba a otros periodistas. Necesitaba a otros periodistas y no me molestaba porque cada vez que sonaba el teléfono ya no era el tono dialogante de antes, y aún así seguía siendo el mismo Gil de siempre, con su personalidad, su vigor, su fuerza huracanada y su claridad de ideas. Pero ya mandaba. Nada más vencer fue a Zaragoza y vio que Luis Aragonés me contestaba con cierta acritud después del partido. Vino hacia a mí y me dijo: “Tranquilo que a éste lo echo yo mañana”. Y, así fue. Luis duró, como decía Sabina, lo que duran dos peces de hielo en un ‘güisqui on the rocks’. Empezaba fuerte y hacía gala de una incontinencia que, a mi juicio, no le beneficiaba nada. Pero, por lo visto, Gil era así y no como yo lo había encontrado cuando me llamaba por teléfono a la redacción de antena 3. Se molestó mucho conmigo porque fui al juzgado a declarar a favor del doctor Ibáñez y de Arteche. Lo de Arteche fue increíble. Estaba haciéndole una entrevista un viernes por la noche y, al terminar, me llamó para decirme que al día siguiente echaba a Arteche; que se dedicara a vender zapatillas, que era lo que sabía hacer. Aquella noche le dije que se había vuelto loco. Juan Carlos no había dicho nada pero le daba igual. Lo quería echar y encontró el motivo. Lo que más le dolió fue una noche que le contesté en una entrevista. Empezó a decirme que yo estaba vendido al Madrid y que tal y tal y le contesté que se calmase que yo no pegaba los ladrillos con ‘Pegamento Imedio’. La frase le hizo daño porque le sacaba el triste asunto de Los Ángeles de San Rafael. Creo que me excedí pero tenía que cortarle el rollo de alguna forma. Fue una manera de decirle que no me diera lecciones que yo no estaba en el colegio. Ahora, cuando lo recuerdo, creo que sí, que me pasé tres pueblos. Tarde para disculparse.
Luego, su explosión demolió los cimientos del fútbol, se dedicó a fichar y despedir entrenadores, a hundir futbolistas, a prometer una limpieza general en el balompié español… y tal, y tal, y tal. Gil hablaba más que el resto de España junta y sus excesos verbales sembraron de filias y fobias un país ya de por sí bastante dividido. Luego, cuando compró el club mediante la conversión en sociedad anónima, muchos atléticos de siempre se fueron del Calderón. Fueron sus años de máxima agitación. Criticaba a los entrenadores porque no le hacían caso, a los futbolistas porque salían por las noches, a los periodistas porque, en teoría, estábamos todos a sueldo del Madrid y de Mendoza, a los directivos porque habían jugado con el dinero de los socios mientras que él había puesto lo suyo nada más llegar, en fin, Gil siempre tenía un motivo para despotricar o insultar y nadie le ponía freno.
Hubo un tiempo en el que la tomó con Antena 3. Cada vez que se enfadaba con García, la radio entera era un asco. García le contestaba con un muñeco de King-Kong que emitía un sonido horrendo, sonido de gorila, claro. A los quince días reanudaban sus afectos y la radio entera volvía a ser una joya, García guardaba el muñeco y así hasta la próxima. Así que un buen día le di un meneo en el programa para que no se confundiera con todos los periodistas del equipo y se cebó conmigo. Me insultó a su estilo, me amenazó, a su estilo, y me fue a buscar con unos cuantos ultras de los suyos. A su estilo. Tuve suerte de que la Jefatura Superior de Policía había enviado doce efectivos al estadio para evitar que alguien me agrediese. Fue la única vez que al vernos frente a frente asistí a la contrariedad de Gil. Le vi torcer el gesto, expresar la derrota, la insatisfacción. Los doce policías de paisano le cortaron el aliento a él y a sus chicos. Era un Atlético-Sporting en el Calderón y a Jesús le supo mal un comentario mío en el que lo acusaba de querer cambiar el nombre al estadio, eliminar lo de ‘Vicente Calderón’ y ponerse el suyo. : ‘Estadio Jesús Gil y Gil ‘. Le molestó de manera insospechada, menos que lo del ‘Pegamento Imedio’ pero le molestó.
Luego volvimos a los tiempos de paz. Y cuando me despedí del equipo de García, me apoyó muchísimo diciéndome que hacía bien, que tenía que buscar mi propio camino. Gil no me volvió a fallar nunca. Se interesó por mi estado de salud, por mi situación en la radio, por mi familia, por todo. Entraba conmigo en directo cada vez que se lo pedía y creo que la noche que cumplió 65 años fue un cumpleaños extraordinario porque le hicimos un programa magnífico para él solo. Recuerdo que aquella noche habló de su infancia, de su niñez, de su adolescencia, de sus historias, de cómo salió del pueblo para ir a Madrid y muchas más cosas. Gil estaba cómodo en aquella casa, en aquella radio que se llamaba Radio Voz. Gil estaba cómodo conmigo. Los dos habíamos aprendido a decirnos las cosas en la cara y él le gustaba la gente que le plantaba cara. En el fondo, sólo respetaba a los que plantaban cara y conmigo aquello estaba resuelto. Nos queríamos y nos respetábamos, aun en la discrepancia. Comenzamos a llevarnos mejor que nunca. Me contaba sus cuitas judiciales, por las que siempre tuvo tanta devoción, y comentaba los detalles de la persecución que se había iniciado contra él, que si Villarejo, que si Castresana, que si el PP, el PSOE, y el mundo entero conspiraban contra él. “Si hubieran arreglado ellos Ceuta y Melilla, no hubiera ido yo porque a mí me han llamado de allí para que alguien los defienda”. Luego, los problemas carcelarios, los juicios, las mil historias de cada día fueron minando su salud. El corazón jamás permanece ajeno a la existencia.
Una vez le pedí que viniese conmigo a un programa de televisión que estaba haciendo en Canal 9, en Valencia, y acudió aunque le venía fatal porque tenía juicios, reuniones y líos, lo suyo, vamos, lo de todos los días. Pero lo dejó todo para estar conmigo y se lo agradecí. Se preocupaba por mí, quizá como recuerdo honrado de aquellas charlas sinceras que mantuvimos en los ochenta.
Después, tuvimos menor trato profesional, hablábamos de vez en cuando, cambiábamos impresiones y una de las últimas conversaciones que tuvimos fue para una entrevista que le hice en Diario16. Volvió a hablarme como en los viejos tiempos, con franqueza, con sinceridad, con moderación, con prudencia, con educación y con claridad de ideas. Regresé a la humanidad enorme, cuatridimensional, de aquella voz que había conocido por teléfono. Dijo de todo, por supuesto, que se había ‘hartao’ de pagar dinero negro, que si los árbitros, que los políticos, que Aznar, que bla, bla, bla… Le dedicamos dos o tres páginas y fue una entrevista preciosa. Gil siempre dio grandes titulares, grandes frases, grandes alegrías y grandes disgustos, grandes noticias y grandes putadas, todo grande, todo a lo grande. Nuestro cariño y nuestras batallas también fueron siempre así.
Cuando supe que había sufrido un infarto cerebral, pensé en las cosas que muchas veces habíamos dicho, que todo en la vida termina por reventar, por saltar por algún sitio. Lo hablamos una tarde, después de su estancia en la prisión de Alhaurín de la Torre. Recuerdo que le mandé un libro que nunca le llegó. Me preguntaba por mi corazón y yo le decía que iba bien, resistiendo. Nos contábamos los dos que estas cosas acaban por pasar factura y me recomendaba que me cuidase. Hablábamos de sus arritmias, de la recuperación, de la hipertensión, incluso se interesó por mi cardiólogo y me pidió el teléfono del Dr. Maroto. En esos días volvimos a hablar más, como si eso de sufrir algo parecido nos uniese más, más que todo el fútbol, el periodismo o la radio deportiva. Estaba convencido de que saldría. Sin embargo, las noticias que iban llegando cada día eran peores y entonces, solo entonces, empecé a pensar lo peor, que era verdad, que las cosas terminan por pasar factura, que todas las tensiones, los problemas, la intensidad salvaje de una vida vivida a ritmo de fórmula 1 durante setenta y un años no era sostenible. Pero no eran setenta y uno sino 497 años los que Jesús Gil y Gil había pasado sobre la Tierra, siete veces, siete vidas, siete experiencias irreproducibles, inexplicables, inimaginables, imborrables, inimitables, imparables, impagables, inalcanzables, insuperables, imposibles, insoportables, impenetrables, imperdonables, impermeables, inescrutables, imperturbables, imprescindibles, impresionantes… siete vidas de siete millones de gatos, de empleado, de amigo de la patrona, de guardar el dinero bajo el colchón, de constructor, de promotor, de marido, de padre, de presidente, de alcalde, de mandamás, de amigo, de confidente, de conversador, de guerrero judicial, de caudillo bárbaro capaz de rebelarse contra lo que entendía por injusticia. No me importa ahora mismo si fue bueno o malo, si mereció las condenas, si fue culpable de entrar donde otros no entraron. No juzgaré yo que fumigase a treinta entrenadores o que despidiera futbolistas inocentes o que hiciera de su capa un sayo. Ya pasó el tiempo. Ahora sólo me importa saber que ya no está pero que seguirá siendo como si en verdad estuviese. Porque alguien que, como Jesús, ha vivido tanto y ha hecho vivir tanto a cuantos le han rodeado y a cuantos lo hemos conocido, alguien capaz de vivir siete veces siete sus setenta y un estiradísimos años, nos deja tantas cosas que siempre estará ahí. Que Dios te guarde, amigo. Hay personas que se van pero que nunca mueren. Todo mientras los hombres tengan memoria en el corazón, aunque sea una memoria arrítmica, hipertensa o infartada. Que sea memoria, Jesús, que sea siempre la memoria.