Desde que comenzó a jugar al fútbol, con ese aire tan cargado de superioridad, de visión privilegiada, de trote regular, lleno de ritmo, como si bailase con el balón una suerte de danza nupcial, Rubén de la Red ha sido uno de los futbolistas elegidos para la gloria. La alcanzó siendo jugador profesional en el primer equipo del Real Madrid y se quedó a vivir en ella el día que levantó la Copa de Europa de selecciones nacionales con la Roja.
Esa fotografía en la que lanza al aire su puño izquierdo mientras parece sujetar las piernas de Iker, será uno de sus grandes recuerdos. Y de los nuestros. De la Red se ha visto obligado a dejar el fútbol pero sólo como futbolista. Se le abre una carrera que será brillante, que auguramos plena de éxitos, como técnico y en cualquiera de sus facetas, entrenador, director técnico o maganer general. Rubén conoce el funcionamiento de las canteras puesto que ha sido niño hasta hace muy poco; se ha empapado del trabajo de los filiales, en los que se recreó y nos divirtió hasta hace muy poco; y, además, ha madurado en el fútbol profesional, al que suele resultar complejo acceder cuando se procede de las canteras. Sólo los escogidos alcanzan a ejecutar ese paso.
A este jovencísimo profesional del fútbol se le abren las puertas del éxito aunque siempre quede un rincón en la penumbra para las preguntas sin respuesta de un alma serena. “¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?”.
Rubén inicia su camino al otro lado de la puerta del vestuario; primero, andará despacio y aprenderá los secretos de los que antes fueron sus maestros y educadores; luego, sabrá convivir con ellos en su espíritu libre de compañero a compañero; se detendrá al oler el linimento que envuelve el túnel y, al final, verá la luz de un banquillo o un despacho donde desplegar su sabiduría.
A Rubén de la Red debemos desearle suerte, por descontado. Sin embargo, desde la modestia de estas líneas que procuro enderezar, yo solo quiero decirle “Gracias, Rubén”. Gracias por lo que hizo, por lo que apuntó sobre la hierba, por lo que ayudó a lograr en el Práter vienés, siempre con la imagen detrás de la mítica noria que Orson Welles inmortalizó en “El tercer hombre”, cuando nuestros ojos brillaban de emoción en blanco y negro. Y, especialmente, gracias por su reacción ante la adversidad, por su afán de superación, por su lucha interna contra un enemigo invisible y traidor que nos dejó una de las imágenes más angustiosas de su carrera y de la carrera de todos. Ahora, Rubén abre bien los ojos para un tiempo por venir del que también quiero disfrutar. Gracias, Rubén. Y mucha suerte, desde el cariño, desde la admiración, desde la debilidad que producen los hombres buenos en quienes somos tan solo observadores profesionales de profesionales que también saben ser observadores. Que Dios te proteja.