Vengo observando un cierto desfase entre las conductas, verbales o gestuales, de determinados actores del deporte, y del fútbol en particular, que me hacen pensar si no estaremos ante un cambio social. Y me alarma saber si esa variación se instalará entre nosotros por mucho tiempo. Tenemos un poderoso Barça-Madrid a la vuelta de la esquina y el diapasón ha subido de tono en lo que, a mi modesto entender, implica un alejamiento de la humildad.
Tuve la suerte de nacer en una sociedad modesta, de educarme en principios sencillos, de vivir en una familia humilde, de estudiar en un colegio donde el hombre era más importante que el estudiante. En el Corazón de María de Gijón fabricaban personas, más o menos listas, buenas personas, seres humanos que jamás perdían el contacto con el suelo. Fui uno de aquellos chicos del CODEMA. Lo que soy, se lo debo a ellos.
Seguí a futbolistas como Quini, Amancio, Velázquez, Gárate, Adorno y otros a los que nunca vi un mal gesto; leí y escuché a periodistas que nunca chillaron para ganar la razón y me integré entre espectadores y forofos que sabíamos aplaudir sin insultar.
Deseo que el Barça-Madrid sea un ejemplo de esa humildad que parece perdida, del bienestar que produce la rivalidad sana, que nadie grite antes por creer que se puede vencer sin que silbe el árbitro el final. Me gustaría que la educación deviniese en cultura, porque el fútbol es cultura, en libertad, en democracia.
Se trata de llegar con un balón desde la humildad hasta la victoria, que casi siempre viven juntas, sin ostentación ni prepotencia. Que gane el mejor.