A raíz de la estancia de José Mourinho en el Real Madrid se desató una extraña especie de fundamentalismo, que confundió a los seguidores madridistas hasta enfrentarlos en una batalla insoportable para propios y ajenos. La víctima principal de esa guerra de guerrillas fue Iker, el santo y seña de una generación de aficionados al fútbol que tuvimos la enorme fortuna de ver en acción a uno de los grandes guardametas de la historia del fútbol y, especialmente, en noches de gran trascendencia para el deporte español. Casillas pasó de héroe a villano, adorado a despreciado, de admirado a insultado, para un sector de personas que pusieron su alma al servicio del entrenador del Real Madrid.
Iker soportó como nadie una presión que ningún futbolista en su lugar y en su estadio habría sido capaz de aguantar. Al final, tomó una decisión inteligente. No quiso continuar donde la vida le resultaba imposible y en una casa en la que alguien se empeñó en amargarle la existencia. El dinero no lo puede todo y un excelente contrato con muchos ceros resulta, en ocasiones, insuficiente para dormir tranquilo y alcanzar la felicidad. Casillas se fue a Oporto, ciudad maravillosa, preñada de historia y de sabor a fútbol. Se estableció cerca de Matosinho con su esposa, Sara, y su hijo, Martín, y allí esperan el nacimiento de un nuevo Casillas- Carbonero.
Los que conocemos a Iker desde que era un crío sabemos bien que no se rinde fácilmente y que la estabilidad y tranquilidad que ha encontrado en Portugal le darán fuerza y alas para continuar. A pesar de que muchos seguidores pensaron que, fuera del Real Madrid, no habría vida para Casillas, lo cierto es que la serenidad y la paz se han instalado en su casa, en su familia, en su entorno y en todos los que lo aprecian.
No es de extrañar por tanto, que se vea en condiciones de cumplir su contrato con el Oporto y llegar hasta el Mundial de Rusia en 2018. Personalmente, si así sucede, pienso celebrarlo por todo lo alto.