Todos le debemos la felicidad de aquel minuto 116 y le estaremos siempre agradecidos, tanto como a todos sus compañeros y a Vicente del Bosque. La España de Sudáfrica fue el resultado de la evolución de una filosofía de juego y de una idea de fútbol vencedora en Viena, representada por una generación privilegiada de futbolistas y otra, no menos privilegiada, de espectadores.
Andrés Iniesta, descendiente directo de Don Quijote, el hombre sencillo de blanca piel y grandes intuiciones, ha cumplido un recorrido extraordinario reflejado en cien partidos con la camisa roja. Sin duda, nos encontramos ante uno de los escasos futbolistas tocados por la verdadera mano de Dios, esa que nunca hace trampas, que aúna calidad, esfuerzo y sencillez en el manejo de su vida global. Andrés pertenece a ese tipo de chico que nunca ha roto un plato y que, en un minuto dado, se cargó la vajilla del mundo entero.
Hoy, cuando una generación de jóvenes veinteañeros nacidos entre triunfos deportivos, desde Nadal hasta la Selección, cuestiona sin excesiva base todos los cimientos del fútbol español, Iniesta se presenta con sus cien partidos como el estandarte de ese fútbol de ensueño, de belleza y armonía, de calidad y de estética. Andrés, como Del Bosque y todos sus compañeros, entrañan la evolución que huye de la revolución, asumen el protagonismo de un liderazgo compartido y personalizan el mantenimiento de un estilo irrenunciable, el mismo que bajo su batuta nos hizo acariciar dulcemente la gloria de un balón. Iniesta es la continuidad, como Iker, Vicente y otros tantos. Su fútbol, un lujo generoso, un regalo de Dios. Debemos cuidarlo mucho.